lunes, 2 de abril de 2007

Las lágrimas de San Lorenzo

Homero dormirá está semana, y yo me voy al campo para hacer unos días de retiro. No estaré para casi nadie hasta el domingo de Pascua, ni siquiera para el blog. Entre tanto, os dejo un artículo que escribí hace años. Era un mes de agosto, hacía mucho calor y yo quería ver las estrellas fugaces de la noche de San Lorenzo.

Salí de casa de madrugada, pero antes miré el correo electrónico. Sólo había un mensaje: el de una chica enferma, con una grave depresión, que pedía auxilio.

Aquella noche las lágrimas de San Lorenzo me hicieron recordar las de Cristo en el Huerto de los Olivos. Por eso me parece un artículo adecuado para estos días.


Las lágrimas de San Lorenzo. Así llaman por aquí a los cientos de estrellas fugaces que aparecen a me­diados de agosto. Algunas, las más luminosas, cruzan el Cielo de parte a parte y dejan un zarpazo dorado en el firmamento; otras parecen gotear en el horizonte.

Este año pude verlas en una atmósfera límpida, sin más luz que la de la luna nueva. Llevaba doce días junto al Santuario de Torreciudad, casi aislado del mundo exterior, sin prensa ni tele­vi­sión ni radio. Sólo de tarde en tarde me conectaba a Inter­net para vaciar el buzón electrónico.

Aquella noche había quedado con un amigo para ver las estrellas, pero antes me enchufé a la red. Había un mensaje, y era de una lectora de Mundo Cristiano:

“—Tengo 22 años —decía— y el Señor me ha enviado una enfermedad men­tal.”

A continuación hablaba de la fuerte depresión que padecía. En sus palabras había mucho dolor, pero también esperanza: “sólo llevo cuatro años enferma”, escri­bió.

Le respondí con tres líneas. La verdad, no supe qué de­cir. Sin embargo al día siguiente me mandó un segundo mensaje y, con él, veinte fo­lios del diario que había escrito “para desahogar un poco la cabeza”.

“—Mi vacío interior sigue en aumento —escribe—. Estoy cansada de luchar, y eso que sólo tengo veintidós años. Me encuentro como un desahuciado que espera con ansias su hora. Me siento preparada, pero sé que Dios todavía no me quiere sacar de este mundo. ¡Y yo que lo ansío! Ansío el descanso eterno”.

Mientras leía, al otro lado de la ventana un centenar de chavales que participa­ban en una convivencia, proclamaban a gritos su alegría feroz, su salud exultante e insultante.

Más de una vez he tratado de escribir algo sobre esta temible enfermedad, especialmente cuando la he visto en personas jóvenes: también en adolescentes. Pretendía describir el sufrimiento y la angustia de los depresivos para decirles que los entiendo y que quisiera sufrir como ellos, ya que no puedo hacer otra cosa. Pero cada vez que lo intentaba, mis palabras, escritas o dichas, sonaban a hueco.

Quien no haya sentido alguna vez esa mano de hierro que oprime el corazón hasta casi romperlo; quien no haya experimentado la tristeza de existir, hasta sentirse desprendido de la vida misma; quien no haya visitado, sin razón alguna, la antecámara de la locura y del suicidio, es difícil que entienda el grito silencioso de estos enfermos.

“—Como muerta, ni siquiera soy capaz de asearme, ni de sentir la necesidad de comer a las horas. Mi única meta es mi cama, símbolo perpetuo de mi tumba, y mi habitación, símbolo de mi cripta.”

Terminé la lectura después de la medianoche, y salí de casa de nuevo en busca de estrellas fugaces. Esta vez, sin embargo, tenía la cabeza en otro sitio, en la eterna pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Y, sobre todo, en el mutismo de Dios.

Es verdad: cuando interrogamos a Jesús sobre el dolor, no responde. A nuestros porqués exasperados contesta con el silencio. Pero hace algo más: abraza todas las cruces, también la del pánico y la angustia. ¿Acaso ha habido en la historia de la humanidad “depresión” más honda, terrible y fecunda, que la del Huerto de los Olivos?

Estamos ante uno de los mayores misterios de la vida de Jesús; pero también ante la escena más cercana y confortadora. Cristo se echó sobre los hombros toda la in­mundicia de los hombres para hacerla suya y poder limpiarla en su propia carne. Pero Él conocía la maldad infinita del pecado, y, por un momento, lo sintió como una sustancia repugnante y pegajosa que se le abrazaba para ahogarlo. De ahí, la an­gustia insoportable, los gritos de auxilio y el sudor de sangre. Jesús luchó cuerpo a cuerpo contra el pánico. Y, con la ayuda de un ángel, lo venció en tres terribles asaltos. Convirtió el abatimiento en victoria redentora.

Pienso que, más allá de los remedios de la medicina, este pasaje puede servir de consuelo a miles de enfermos que se debaten en la misma lucha. Ojalá descubran que también tienen un ángel para vencer en la pelea.

Tal vez dentro de poco mi amiga redacte un librito que nos ayude a asomarnos a su cabeza y a su corazón. Será más que un desahogo. Servirá para enseñarnos que una chiquilla de 22 años, con fe y amor de Dios, puede llevar a plomo —¡con ale­gría!— la cruz de la tristeza endógena, de la angustia y la soledad.

Los médicos harán el resto. Pero desde ahora, cada vez que vea una estrella fugaz en el Cielo, recordaré sus lágrimas y pediré al Señor que las una a las que Él derramó en Getsemaní, para que sean fecundas.



¡Feliz Pascua de Resurrección!

Y para la Pascua, sólo se me ocurre insertar este video, muy conocido por otra parte, de les luthiers, con los que me reí a carcajadas en su día



6 comentarios:

Anónimo dijo...

Trataré de no perder de vista en estos días lo que hoy nos ha contado: es impresionante y sobrecogedor pero asoma una lucecita en el fondo del pozo. En esta semana de la Pasión, todos habremos de pelear por agarrar la cruz que a cada uno nos corresponde, siguiendo el ejemplo de Jesús y el de esta chica, enferma pero valiente.
Hasta la vuelta...

Jesús Sanz Rioja dijo...

En efecto, la depresión es la más selecta participación en la Cruz que Jesús puede conceder. Y es bueno que los depresivos lo sepan.

Altea dijo...

Supongo que Dios guarda silencio sobre el dolor porque ¿qué más puede añadir al respecto?

Jesús Beades dijo...

Jamás podré aceptar la formulación "el Señor me ha enviado una enfermedad". El Señor no es un cabrón, y no envía enfermedades, que yo sepa. Otra cosa es aquello de San Pablo: omnia in bonum. Ahí sí que estoy de acuerdo. A posteriori se puede ver el dibujo de la Provindencia en el transcurso de nuestra historia, y de la Historia. Es decir, lo que el Padre ha hecho con nuestros pobres materiales. Pero decir que el Señor ha "enviado" una enfermedad, o un terremoto, o el Gulag, es una visión que sólo se explica de dos modos:
1- Por la distorsión de una mente aquejada de depresión, que necesita verle un sentido a su estado, algo que pueda aceptar. En el fondo, es la repugnancia hacia el concepto de "endógeno". Nos es más fácil de llevar si el motivo de la enfermedad tiene rostro: quedarse sin trabajo, un desengaño amoroso, o, si no queda otra, la voluntad de Dios.
2- Por una deficiente teología que identifica a Dios con "lo que sucede". Y Dios no es "lo que sucede", no todo lo que sucede es por su voluntad. De hecho, sabemos muy poco acerca de la relación entre "lo que sucede" y su voluntad.

Pero no es una crítica a la pobre chica, que espero que se haya curado. También espero que no piense esas cosas ya. Una doctrina distorsionada, y una visión fanática de la realidad lleva, sin mucho remedio, a la ruptura interior y la enfermedad. Lo he visto muchas veces.

Y gracias por el momento Les Luthiers. Ayer precisamente estuve viendo la lectura "trabucada", pero en una versión posterior. Le recomiendo también el sketch de Warren Sánchez.

¡Feliz Pascua de Resurreción!

Anónimo dijo...

El sufrimiento tiene aplicaciones prácticas. Es como una mudanza en lo que te quedas con lo esencial y tiras todo aquéllo que es un incordio y no sirve para nada.

Jose María Corbí dijo...

Que bien le ha quedado el vídeo. Enhorabuena!
Un fuerte abrazo!