Ayer, nada más colgar "el clip" en esta página, me dispuse a hacer la maleta para regresar a casa. Y, es curioso, después de tres días sin oír más palabras que las de mi propia predicación, antes incluso de recuperar "el habla civil", ya empecé a echar de menos el silencio.
No tengo vocación de anacoreta. Me gusta el ruido y el barullo, sobre todo a ciertas horas. Hablo con todo el mundo; disfruto con la compañía de los amigos y, si no fuera por el tráfico endiablado de las calles, me encontraría como pez en el agua en el centro mismo de Madrid. Me divierte hacer preguntas a los mendigos, a los ancianos, a los chavales..., y comprobar que hay mucha gente que agradece esos asaltos urbanos. También ellos necesitan conversar.
En resumen, que no sé estar callado; pero el silencio que añoro es mucho más que la ausencia de palabras. ¿Qué tendrá el silencio, que seduce como una tentación?
Cuando salgo a ver pájaros, siempre digo que prefiero ir sin compañía para no espantar a las aves más huidizas; que si voy con alguien, será inevitable que charlaremos, porque yo no sé estar a solas con otra persona sin pegar la hebra. Es cierto; pero debería añadir que mi ornitomanía es también una coartada para estar en silencio dos o tres horas, sentado sobre una roca o a la sombra de un árbol.
Para los antiguos hebreos el desierto era un templo en el que se oía la voz del Señor. Conservaban muy viva la memoria de aquella travesía de 40 años, cuando Yahvé los guiaba hacia la tierra prometida, acampaba con ellos en la tienda y conversaba con Moisés cara a cara. Juan Bautista dijo de sí mismo que era la voz que habla en el Desierto, es decir, la voz del mismo Dios.
Dios habla, sin duda, en medio de estrépito de la ciudad, pero a condición de que sepamos hacer silencio en el fondo del alma. Por eso de vez en cuando uno necesita alejarse, entrar en el templo o ir al desierto, donde hay voces distintas, que habitualmente no escuchamos: la del árbol solitario de la fotografía, la de la nube que se despereza en el cielo y dibuja cien formas diferentes, la del amanecer, la del gorrión molinero que se posó ayer a mi lado y se comía las migajas del sandwich... Todo eso es también voz de Dios.
No tengo vocación de anacoreta. Me gusta el ruido y el barullo, sobre todo a ciertas horas. Hablo con todo el mundo; disfruto con la compañía de los amigos y, si no fuera por el tráfico endiablado de las calles, me encontraría como pez en el agua en el centro mismo de Madrid. Me divierte hacer preguntas a los mendigos, a los ancianos, a los chavales..., y comprobar que hay mucha gente que agradece esos asaltos urbanos. También ellos necesitan conversar.
En resumen, que no sé estar callado; pero el silencio que añoro es mucho más que la ausencia de palabras. ¿Qué tendrá el silencio, que seduce como una tentación?
Cuando salgo a ver pájaros, siempre digo que prefiero ir sin compañía para no espantar a las aves más huidizas; que si voy con alguien, será inevitable que charlaremos, porque yo no sé estar a solas con otra persona sin pegar la hebra. Es cierto; pero debería añadir que mi ornitomanía es también una coartada para estar en silencio dos o tres horas, sentado sobre una roca o a la sombra de un árbol.
Para los antiguos hebreos el desierto era un templo en el que se oía la voz del Señor. Conservaban muy viva la memoria de aquella travesía de 40 años, cuando Yahvé los guiaba hacia la tierra prometida, acampaba con ellos en la tienda y conversaba con Moisés cara a cara. Juan Bautista dijo de sí mismo que era la voz que habla en el Desierto, es decir, la voz del mismo Dios.
Dios habla, sin duda, en medio de estrépito de la ciudad, pero a condición de que sepamos hacer silencio en el fondo del alma. Por eso de vez en cuando uno necesita alejarse, entrar en el templo o ir al desierto, donde hay voces distintas, que habitualmente no escuchamos: la del árbol solitario de la fotografía, la de la nube que se despereza en el cielo y dibuja cien formas diferentes, la del amanecer, la del gorrión molinero que se posó ayer a mi lado y se comía las migajas del sandwich... Todo eso es también voz de Dios.
He vuelto a la Sierra. Ahora estoy en Molinoviejo y de nuevo predicaré un curso de retiro. Procuraré no repetirme; cantaré al Señor un cántico nuevo, como pide el Salmo. Dios no se repite: su silencio, como este paisaje de Castilla, es siempre distinto y tan elocuente que no sé para qué hacen falta mis palabras.
4 comentarios:
Lo que daría por estar esos dias con Ud, D.Enrique
Hala, Molino!. Otra vez dando envidia al personal!. Por favor, no deje de dar recuerdos en la Ermita!
¿Ó enseguida distinguió dos clases de silencio. Había un silencio mudo. El silencio de callar lo que no se podía o no se debía decir. Un silenci de precaución, de miedo. Y después estaba el silencio amigo. El silencio que hace pensar. El silncio que te protege, que te da sitio para meditar"
"Los libros arden mal"
Manuel Rivas
(Lectura que te recomiendo)
Dávila escribió que :Dios es huésped del silencio. Un abrazo, don Enrique, pienso seguir sus pasos ornitómanos
Publicar un comentario