He encontrado esta fotografía hace escasas semanas. No sé cuándo fue tomada, pero probablemente se trata de una imagen reciente. A mí sin embargo me ha traído a la memoria con todo detalle una anécdota antigua, que había olvidado por completo. Al recordar la historia, la he escrito deprisa y la he mandado a "Mundo Cristiano" y al boletín mensual de Torreciudad: estamos en mayo, el mes de la Virgen.
Ninguno de los cinco sacerdotes que salimos de Valencia habíamos estado en aquel nuevo santuario de la Virgen. Ni siquiera conocíamos Barbastro ni el alto Aragón, pero nos prestaron un coche grande, un Chrysler de lo más espectacular, y nos pusimos en marcha. Eran las 12 del mediodía.
Mis acompañantes lo recordarán muy bien, porque ya están ya en el cielo, y, como todo el mundo sabe, en el cielo uno se acuerda de todo.
El viaje se presentaba plácido y soleado. La autopista del Mediterráneo, recién estrenada, nos llevaría por la costa hasta El Vendrell. Desde allí iríamos a Lleida y Barbastro para hacer noche en un hotel a pocos kilómetros de Torreciudad. Al día siguiente haríamos una romería a la Virgen, celebraríamos Misa en el Santuario y regresaríamos a Valencia por la tarde.
Pero llegó la niebla. Nada más abandonar la costa, nos vimos envueltos en una nube negra que ya no nos abandonó. El coche, que había volado por la autopista, se arrastraba como un gusano a cuarenta kilómetros por hora. Hubo momentos duros, incluso de desaliento. La luz de los faros parecía rebotar en una muralla gris cada vez más impenetrable.
Nos detuvimos un par de veces para descansar y llamar por teléfono. Desde Torreciudad nos comunicaron que allí también la niebla era densa y nos aconsejaron que hiciéramos noche por el camino a la espera de que, al día siguiente, el viento disipara la nube.
Dormimos como troncos; pero por la mañana la niebla seguía en su puesto.
El resto del viaje tampoco fue fácil. Tardamos casi dos horas en recorrer los 90 kilómetros que nos separaban de Barbastro. Luego, la carretera hacia Torreciudad, estrecha y enredada, parecía no terminar nunca.
Después de rezar la primera parte del Rosario, llegaron las bromas:
—¿Tú crees que habrá niebla dentro de la iglesia?
—Lo importante es que manosees bien todo el edificio para hacerte una idea, porque me parece a mí que verlo va a ser difícil.
Aún faltaban algunos kilómetros cuando oímos, o creímos oír, el sonido de unas campanas.
—¡Che, tú! ¿Qué es eso…?
—No puede ser. Estamos muy lejos todavía…
Nunca supimos si aquellas campanadas venían, en efecto, de Torreciudad, pero yo estuve seguro desde el principio, y más aún cuando, ya en el santuario, volví a escucharlas. Dicen que, con la niebla, los sonidos se propagan a grandes distancias.
En ese momento se despejó el cielo y vimos, por primera vez, a lo lejos, la silueta de la torre que emergía de una nube.
—Es la risa de la Virgen —dijo el que iba a mi lado de copiloto—. Nos ha puesto difícil el camino, pero ahora nos recibe con una carcajada.
Cuando llegamos al Santuario la niebla lo cubría todo de nuevo. No había un alma en la explanada ni en ningún otro sitio, pero las puertas del templo estaban abiertas y, por los altavoces exteriores se oía una voz muy firme y convincente:
—Dentro de cinco minutos dará comienzo la Santa Misa. Todas las personas que quieran confesarse encontrarán sacerdotes a su disposición en las capillas de confesonarios…
¡Había tanta fe en aquella voz que sonaba en el desierto! Aquel día creo que fuimos los únicos peregrinos de Torreciudad.
Desde entonces he vuelto muchas veces y he sido testigo del gran milagro que se ha producido en estos treinta años. He visto la explanada abarrotada de gentes de todas las edades, pero, sobre todo, de chicos y chicas. Y siempre he visto sonrisas y he oído risas, muchas más risas que en cualquier otro lugar sagrado del mundo.
Que nadie se escandalice si, al llegar allí de romería durante este mes de mayo, comprueba que la explanada, frente al templo, es un hervidero de gentes que ríen. Están contentos porque en Torreciudad hay un torrente de Gracia que sale de las capillas de los confesonarios, y ese torrente se convierte en risas, abrazos y alegría desbordante.
Comprendedlo y probadlo también vosotros. El camino algunas veces resulta duro, pero vale pena escuchar en el alma la risa de la Virgen.
3 comentarios:
Preciosa anécdota. ¿Y quién era ese que decía che y que ahora está en el cielo? Seguro de estos "arrabales".
j.a.varela
Me encanta la anédota, y claro que vale la pena aunque el camino sea largo y fatigoso.
Yo soy de Sevilla y cada verano, en agosto (que tengo la suerte de ir un mes enterio), o en Semana Santa, Feria o en cualquier puente o fiesta aprovechamos para subir a Torreciudad, es un viaje muy largo y cansado (la furgoneta casa bastente..)
Cuando estamos aún bastante lejos añun de Barbastro nos pegamos todas a los cristales de la furgoneta: dentro de nada vemos el santuario; y permanecemos así hasta que lo vemos, sin despegarnos ni un segundo del cristal, el simple hecho de verlo a lo lejos de una alegria interior que no puede ser expresada con palabras
El largo camino y más compensa con tal de llegar al santuario y poder hacer la oración en la Capilla del Santísmo, o ir paseando por la explanada rezando el rosario....
El ciento por uno...y más.
¡Me ha encantado!¡No hay nada como Torreciudad!
D.Enrique, ¿le importaría rezar para que en Semana Santa pueda ir al Univ? Y si no conviene, que pueda echarme unas risas con la Virgen de Torreciudad!!
Gracias por adelantado!
Estoy poniéndome al día con este blog, que he descubierto hace nada! Y tengo que decirle, que ¡me encanta!
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