Amanece

Mi globo tiene un ángel. Nunca lo había contado, pero es verdad. Se llama Eugenio. Yo mismo le puse ese nombre una noche de invierno hace tres o cuatro años. Desde entonces sé que existe, que no es un ángel virtual ni un personaje imaginario. Él me ayuda a escribir cada día, me corrige las erratas y evita que caiga en la tentación de abandonar mi propósito de redactar cada noche al menos una línea.

Ayer mismo, después de un día duro, de muchas emociones contenidas, ya había decidido olvidarme de pensar por libre, incluso dar carpetazo al globo una temporada, cuando he notado que me tocaba en el hombro derecho y me decía:

—Ni un día sin línea, colega.

 —Déjame en paz esta noche —le contesté—. Mi hermana está al final de su carrera y no tengo fuerzas ni imaginación para enfrentarme con la pantalla en blanco. Seguro que mis lectores entenderán este silencio.

Pero Eugenio insistió y, al fin, llegamos a un acuerdo. Él se iría junto a la cama de Picu para hacerle compañía con los demás ángeles que ahora mismo están con ella, y yo trataría de escribir unas líneas a contrapelo, sin otro objeto que seguir pidiendo una oración a quienes las lean.

Son las siete y cuarto. Empieza a amanecer en la Ría. El Serantes aún no se ha quitado el manto de bruma que lo abriga por las noches. A medida que se disuelve en el aire, la luz muda el color de la montaña.

Nos aguarda un día caluroso y el Cielo está muy cerca.