Sucedió hace tantos años que ni siquiera recuerdo el nombre del protagonista. Lo llamaremos Antonio. No he olvidado en cambio que se definió a sí mismo como “maestro nacional, republicano, anticlerical y azañista”. Fue “mi primer moribundo”. Estábamos, si no me equivoco, a finales de 1969 o principios del 70.
Su hijo Jaime me había pedido que fuese a verlo para ver “si consigue que se confiese y se ponga a bien con Dios.”
Yo estaba nervioso, con el agobio lógico de un recién ordenado que nunca se ha encontrado en una tesitura semejante. Pensé y repensé el mejor modo de abordarlo, y hablé con Eduardo, un sacerdote veterano y amigo, para pedirle consejo. Se rió:
—No seas tonto. Va a ser todo más sencillo de lo que imaginas. Ya lo verás.
Y lo vi. Tomé prestados los óleos en una parroquia cercana y el ritual correspondiente.
El enfermo me recibió con cierta frialdad. Le hice sólo una pregunta, y me soltó una especie de discurso histórico-filosófico-político que parecía no tener fin. No le respondí, entre otras cosas porque no se me ocurría nada. Entonces me pidió que le acercara el agua, bebió un sorbo y dijo que era consciente de que se moría y de que había llegado el momento de enfrentarse con la verdad.
Recibió los Sacramentos con una devoción sorprendente. Lo celebramos con una botella de champán caliente y me pidió que volviera de vez en cuando…, “hasta que me vaya de viaje”.
—¿Tiene miedo a la muerte?
—Siempre he temido a la muerte, pero desde que la llevo encima, le he perdido el respeto. Supongo que entre Dios y yo ha habido algunos malentendidos, pero, cuando nos encontremos, se aclararán las cosas.
Este tipo de afirmaciones me desconcertaban un tanto. Al menos supe ser prudente y me limité a escuchar sin hacer correcciones teológicas.
Desde entonces fui a su casa casi todos los días. Repetía las mismas historias una y otra vez.
—¿Te lo había contado ya? Es que no sé dónde tengo la cabeza.
Por supuesto, Antonio me tuteó desde el principio. Me trataba como a un hijo inexperto al que había que formar para la vida.
Un día llegaron a verle unos parientes de Alicante, y me presentó:
—Aquí mi amigo Enrique, que es mi cura de compañía.
De entrada no me hizo mucha gracia la expresión, pero luego he comprendido que define muy bien la labor del sacerdote. Cuando nos toca preparar a alguien para la última batalla de su vida, hacemos compañía. Sólo eso. No hay tarea más humilde ni sencilla.
Es grande ser cura, desde luego. Es fantástico ser un espectador privilegiado de este milagro que Dios repite siempre que le dejamos un hueco para llegar al fondo del alma.
Es un espectáculo tan glorioso que al final te dan ganas de aplaudir.
5 comentarios:
Debe dar mucha satisfacción curar almas para siempre ,o ponerles un gran vendaje o aunque sólo sea una tirita.
¡Plasplasplasplasplas!
¡¡Yo también aplaudo!!
Grande...
He llegado hasta aquí desde uel blog de un amigo mío, moribundo a fuerza de no actualizarse; pero su canto del cisne ha sido para mí más que provechoso.
Un saludo a todos los demás lectores. Y usted, siga así :); bendoto sea Dios, que nos ha dado curas listos, y con sentido del humor...
Antón, veo que eres biólogo, pajarero y ornitómano como yo mismo. Sólo te falta ser de Bilbao para ser perfecto. Bienvenido. Prometo visitar tu blog.
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