Ha pasado mucho tiempo, pero como sé que los protagonistas de esta anécdota van a leer lo que escriba hoy, con su expresa autorización, trataré de ser discreto sin perder la objetividad.
Pongamos dos nombres al azar: Marta y Pablo. Por entonces llevaban dos años casados y aún no tenían niños.
Marta era, y sigue siendo, una morena con cara de adolescente bravía. Pablo siempre me pareció un señor mayor. Vestía chaqueta y corbata por exigencias de su empresa y andaba repeinado como un notario de provincias aunque aún no había cumplido los treinta.
El conflicto se vino fraguando durante los meses anteriores por algo relacionado con sus respectivas familias políticas, y estalló en el hiper un fin de semana que fueron de compras. Pablo era partidario de llenar el carro a tope y a Marta le agobiaba tanta mercancía. El caso es que se llamaron de todo y casi llegan a las manos. Como se ve, lo más parecido a una riña de segundo de bachillerato.
El sábado me telefoneó Marta; el domingo, Pablo. El lunes vinieron al colegio los dos juntos. Me los encontré en la sala de visitas, serios y huraños como dos chavales enrabietados. Según Marta, el divorcio era inevitable: “irreversible”, dijo una y otra vez masticando cada sílaba. Pablo parecía no oírla, y yo trataba de aparentar que el asunto me inquietaba muchísimo.
El careo inicial no dio resultado, así que salí un momento y regresé con un par de folios.
—Como no tengo mucho tiempo —les dije—, os voy a poner deberes. Pablo, tú ve escribiendo en este papel diez cosas buenas de Marta.
—¿Cosas buenas?
—Sí, diez virtudes concretas. Seguro que, si lo piensas un rato, algo se te ocurrirá. Y tú, Marta, haz lo mismo: diez cualidades de tu marido.
No parecieron muy felices con la tarea, pero allí los dejé, cada uno con su boli y su papel.
—Cuando hayáis terminado, me avisáis. Estoy en la capellanía.
¿Cuánto tardasteis, Marta? Yo creo que más de un cuarto de hora. Al fin me entregaron los folios y me dispuse a leerlos en voz alta.
—Marta, esto es lo que dice Pablo de ti.
Recuerdo muy bien la primera de sus cualidades: “Marta es muy alegre y me hace reír…”
—Sí, claro —intervino ella—. O sea que soy una payasa…
—Segunda cualidad…
Me gustaría recordar la lista entera, porque era el elenco de piropos más sincero y divertido que recuerdo haber visto jamás. Como es lógico, se llevaron los folios para repasarlos de vez en cuando. Espero que los conserven hasta las bodas de oro.
Allí terminó aquel conflicto. Marta y Pablo regresaron a casa tan contentos que incluso me invitaron a merendar unos días después. Pasaron los años y bauticé a la mayor, a la segunda, al tercero…
Demasiado sencillo parece todo esto, ¿verdad? Ojalá las crisis matrimoniales se resolvieran siempre con esa facilidad; pero la historia es verídica y la receta de los dos folios sigue siendo eficaz en bastantes casos. Algunos que yo me sé podrían ponerla en práctica.
Cuando me toca casar a una pareja, suelo pedir a los novios que me digan los defectos del otro o de la otra, y, si no son capaces de concretar unos cuantos, les explico en broma que los matrimonios entre arcángeles no están contemplados en el derecho canónico.
Luego, cuando ya están casados, suelo invitarles a descubrir cada una de las virtudes y cualidades del cónyuge. Los defectos…, se descubren solos y no vale la pena analizarlos demasiado.
4 comentarios:
me apunto esta entrada, me gusta!
cocacola y Vd. usan la misma terapia, no se la pierda... http://www.youtube.com/watch?v=YBrH8OHxxfE
¡qué receta tan buena! Gacias
Que belleza, lo leo y me veo y recuerdo que hace unos días atrás hicimos eso con mi esposo. Recordar aquellas cosas que nos enamoraron y listar aquellas cosas que nos sacan de casillas... jajaja al final pudo más la lista de las cosas y detalles que nos llevaron al altar... siempre será una lucha... y debemos buscar y mejorar.... Que grato es leer su blog.
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