—¿Alguien sabría decirme qué significa corrupción?Como no estamos en clase de Química, sino de Moral, las alumnas comprenden que no me refiero a fenómenos de descomposición orgánica, sino, probablemente, a ciertas conductas de triste actualidad.
—Es dar dinero para conseguir una cosa…, responde Ana.
—Ya. Por ejemplo, comprar el periódico.
—No. Bueno…, es sobornar; lograr algo sin tener derecho.
—De acuerdo. Y, ¿qué os parece?: ¿podríamos también llamar corruptos a los que se drogan?
—No. Eso es una enfermedad.
—¿Y a un bígamo?
Desconcierto en el aula.
—Me refiero al que tiene dos mujeres.
—A ése habría que darle una medalla —interviene Inés, que le gusta dar la nota.
—En serio —insisto—. ¿Consideraríais corruptos a los mentirosos crónicos, a los adictos al sexo, a los glotones, a los ludópatas…?
—Eso es asunto de cada uno —interviene Leticia—. No podemos entrar en la intimidad de nadie.
Por una vez, todas parecían opinar lo mismo: corromper o corromperse —en activa o en pasiva— equivale a robar. La corrupción, por lo visto, no afecta al ámbito de la vida privada.
Como casi siempre, las alumnas coinciden con la tesis dominante. Y es que, en cuestiones de ética, para saber lo que piensa la mayor parte del personal, basta con preguntárselo al enanito que nos adoctrina tan abnegadamente desde la tele.
En este caso, la tesis oficial parece ser la de elogiar la incoherencia; incluso la esquizofrenia. Lo que se lleva es denunciar con toda energía —al menos teóricamente— los casos de corrupción política, económica, etc., y, al mismo tiempo, pasar por alto o incluso aplaudir el desorden moral en el ámbito privado. No es que exista un razonable temor a sacar a la luz los íntimos trapos sucios del prójimo. Al contrario: esos trapos se airean más que nunca, pero para exhibirlos con orgullo y jalearlos como signos de autenticidad, de independencia de criterio, incluso de progresismo ético.
Hace tiempo leí un artículo en el que se defendía, con verdadera pasión, la inmaculada honradez de un conocido político. Y, para probar su coherencia, su espíritu rebelde e inconformista (eso que se empeñan en calificar como honestidad), el piadoso apólogo relataba con pelos y señales la vida amorosa, turbulenta e irregular, del jerarca en cuestión.
Entendámonos. Dejando de lado otras consideraciones morales, parece claro, por ejemplo, que cada divorcio, cada separación, es, por lo menos, un fracaso. Y un fracaso no común, sino de mucha importancia. Un naufragio matrimonial toca al centro mismo de la persona, y deja una huella profunda y difícil de curar. El sentido del amor, la dignidad de la sexualidad humana, la capacidad de comprometerse, la grandeza de la fidelidad, son valores tan importantes como quebradizos. Cualquier herida los altera. Y nada corrompe tanto y tan íntimamente como su pérdida.
¿Significa eso que los divorciados o separados sean peores personas que los demás? No querría yo dar a entender eso. Pretendo decir nada más que un corrupto tipo estándar, antes de violar el séptimo mandamiento, lo más probable es que haya pisoteado el sexto (¡qué le vamos a hacer: así es la vida!). Y que la corrupción es, en principio, un problema personal antes que social; privado antes que público; íntimo antes que externo. Que, como dice el Evangelio, los frutos podridos suelen proceder de árboles podridos. Con parecida sabiduría, asegura el dicho popular que no se le pueden pedir peras al olmo.
En resumen: que para atajar la corrupción en la vida pública hacen falta leyes, reglamentos, controles y todo lo que ustedes quieran. Pero, antes de elegir a nadie para que custodie la caja de los dineros, sería útil, también, comprobar que se trata de una buena persona.
—¿Entonces, no es posible ser escrupulosamente honesto en la vida pública y, al mismo tiempo, un hedonista impenitente, un lujurioso sin freno o un vanidoso crónico en la intimidad?
—Pues qué quiere usted que le diga, joven. Cosas más raras se han visto, y yo no lo descartaría completamente; pero, por si acaso, no daré mi vot

o a un individuo así. Y es que la vida privada, en el fondo, es menos privada de lo que parece.