viernes, 22 de abril de 2011

Desde la Cruz (y VIII)



En tus manos...


Me encontraba a veinte o treinta metros de la cruz rodeado de una multitud abigarrada y sudorosa. Había amigos, discípulos de Jesús, curiosos, enfermos que aún esperaban curarse tocando el cuerpo del Señor, familiares llegados de Galilea, amigos y enemigos, soldados romanos, guardias del Templo... Algunos vociferaban insultos a los crucificados; otros lloraban a gritos o en silencio. Los soldados, que estaban allí para impedirnos el paso, bebían, jugaban a los dados y contaban chistes groseros entre carcajadas desmedidas. Jesús ya no hablaba; había cerrado los ojos y tenía la cabeza caída de frente, hasta tocar el pecho con su barba. Alguien sugirió que había muerto.
Yo no podía creerlo; aún conservaba la esperanza de que hiciera su último y definitivo milagro bajando de la cruz en un alarde de poder y majestad. ¿No había caminado sobre las aguas encrespadas del Mar de Tiberíades? ¿No nos había llamado “hombres de poca fe” al vernos temblar de miedo? ¿Por qué no podía ocurrir lo mismo otra vez?
Lo había visto dormir en la popa de mi barca, rendido por el cansancio, y tuve que despertarlo a empellones para evitar que naufragáramos. ¿Debía hacer lo mismo ahora? ¿Tendría que correr hacia Él, abrazarme a sus piernas destrozadas y pedirle a gritos que nos salvara? ¿Acaso no comprendía el Maestro que su muerte sería nuestra propia muerte?
De pronto se levanto el siroco, el viento sucio del desierto que deja el cielo enlutado con crespones negros. Bajó bruscamente la temperatura y sentimos el escalofrío del miedo. Las mujeres, temerosas, se cubrieron el rostro y los pájaros carroñeros graznaron con más fuerza revoloteando sobre las cruces como si presintieran algo.
―Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Las últimas palabras de Jesús se oyeron con toda claridad. Ningún moribundo es capaz de hablar con tanta potencia. Tal vez el Señor quería recordarnos aquello que le oímos en otro tiempo:
―Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo.
Pero allí, a pocos metros de la cruz de Jesús no fui capaz de recordar las promesas del maestro. Jesús moría, y con Él morían todos nuestros sueños: el Reino de Dios, las restauración de Israel, la victoria sobre nuestros enemigos, la curación de las enfermedades, la resurrección de los muertos, la venida del Espíritu, el agua viva… 
Poco tiempo antes, en la sinagoga de Cafarnaúm Jesús había preguntado a los Doce si queríamos abandonar también nosotros. Yo salté como un resorte:
―¿A quién iremos? ¡Tú tienes palabras de vida eterna!
En la cima del Gólgota volví a preguntármelo: ahora que todo ha terminado, ¿a quién iremos?
María se dio la vuelta en ese instante y me vio. Estaba triste, pero serena. Los soldados me permitieron acercarme a ella, y comprobé que era imposible aguantar su mirada. Allá, en el fondo de sus ojos, se adivinaba la chispa divina de los ojos de su Hijo. Me sujetó del brazo. Ella temblaba como una hoja, pero acercó sus labios a mi oído y me dijo en voz baja, como una caricia:
―Pedro, no tengas miedo. Tú eres la roca. Espera y confía.

10 comentarios:

Carlos García dijo...

Poco queda por decir. Quizá, lo que he leído hace un rato: Il cristiano, mentre tiene lo sguardo fisso al Cristo in croce, non cessa di ascoltare le sue parole, per imprimerle nell’anima e ripassarle incessantemente, con la gratitudine e la trepidazione di chi le ha ricevute come in testamento.

Pollo con almendras dijo...

Ni se imagina como late mi corazón en este instante. Muy buen "pre-final", porque sabemos que el final no es ese.

Anónimo dijo...

De verdad que debió ser sobrecogedora la escena y de verdad es que si la Madre no hubiera estado cerca, no tengo ni idea de qué hubiera sido de San Pedro, por ello es tan reconfortante pensar en que ni en esos momentos tan duros, la Madre deja de acompañar al Hijo y a sus hijos.
Tengo una duda o curiosidad ¿habrán sido los Once quienes habrán dado el pésame a Santa María o habrá sido Ella quien enjugaría las lágrimas de cada uno de ellos?

paloma dijo...

Gracias Don Enrique!! Me he robado todos sus textos para compartirlos con mis amigos y familiares! Ojalá sirva para algo.

Saludos desde México DF.

Cordelia dijo...

Gracias, de nuevo. No encuentro palabras.

Vila dijo...

No hay mayor demostración de Amor que ésta.
Efectivamente a nosotros nos toca, animados y reconfortados por Nuestra Madre, esperar y confiar.

La verdad es que en la vida diaria ocurre lo mismo: hay que confiar ciegamente y abandonarse en Sus Manos.

Como todo esto no tiene sentido sin la alegría de la Resurrección le ruego que el domingo culmine esta serie con dicha entrada, según mi parecer, la más importante (aunque no pertenezca a las 7 palabras). Yo llevo toda la semana mirando hacia ese día.

Anónimo dijo...

Muchísimas gracias D Enrique por sus comentarios,oración, de cada día. Me han ayudado muchísimo estos días a seguir mas de cerca estos momentos de la vida del Señor. Y por egoismo por mi parte, no se canse de escribir, ni se imagina el bien que hace.

GAZTELU dijo...

GRACIAS

Miriam dijo...

Aunque no he comentado, he ido leyendo todas las entradas.
Y todas me han ayudado a entrar en estos dias.

Especialmente me han conmovido la de Juan, la primera (la del que clavaba al Señor) y esta última, la de Pedro.

Espero con ganas las del año que viene
Gracias por todas y cada una de las entradas ¡¡¡¡
y muy muy feliz Pascua¡

Antuán dijo...

No tengo miedo!... ¿es mucho atrevimiento? Dios es mi roca, mi baluarte. Me apoyo en Él. Adiosle