El
autor de este artículo es Jorge Rouillón, abogado y licenciado en periodismo.
Preside el Club Gente de Prensa. Como columnista está especializado en cuestiones
religiosas y culturales. Aquí narra sus recuerdos personales del Papa Francisco
cuando era arzobispo.
Una
vez le pedí al cardenal Jorge Bergoglio si podía rezar porque en esos días me
darían el resultado de un estudio médico de próstata y había posibilidad de que
fuera algo maligno. El resultado fue bueno y me olvidé del asunto. Dos o tres
meses después, me crucé con el arzobispo de Buenos Aires. Al verme me preguntó:
"¿Tengo que seguir rezando?" Tuve que pensar qué era lo que me estaba
preguntando. Se ve que él seguía teniendo presente en su oración personal lo
que para mí mismo había pasado a segundo plano.
Son
muchísimas las personas que pueden dar cuenta del interés, la escucha, la
atención personal, la cercanía que les ha brindado ese cardenal sencillo,
habituado a andar en subte o en ómnibus, a levantarse al alba y acostarse
temprano, a visitar a enfermos y necesitados sin hacerse notar, a encontrarse
con vecinos de villas de emergencia sin salir en los medios de comunicación.
Ese cardenal que ahora se ha visto llamado desde "los confines de la
tierra" para ser obispo de Roma y así cabeza visible de la Iglesia
Católica en todo el mundo.
Soy
periodista y durante años he tenido a mi cargo una columna semanal de
actualidad religiosa en La Nación, diario de circulación nacional. Nunca he
tenido con él una larga entrevista personal, porque nunca las ha dado (sólo
recuerdo una nota con preguntas y respuestas concedida a chicos periodistas de
una revista católica juvenil, y una reunión de prensa con unos quince
corresponsales extranjeros en 2001, de la que no participé).
Me
parece que sólo estuve en su despacho y sus habitaciones el día en que lo
nombraron cardenal, en que recibió la noticia con toda sencillez, en soledad,
luego de haberse preparado su propia comida. Pero son muchas las veces en que
he coincidido a la entrada o la salida de actos, en visitas a hospitales,
hogares o iglesias, en recepciones o encuentros. En verdad, no es afecto a las
reuniones sociales y si tiene obligación de asistir y le es posible se va
pronto, pero es atento, cordial, dispuesto a escuchar. Lo he visto servir
empanaditas, café o un refresco a su interlocutor (algunas veces, yo mismo). Y
he advertido siempre un trato afable, fresco, sin vueltas.
Recuerdo
un día en que se celebraba el Día del Periodista en un salón del arzobispado de
Buenos Aires. Quizá haya habido bastante más de un centenar de colegas. El
director de un diario que podría considerarse bastante alejado de su
pensamiento y del cual ha recibido no pocos cuestionamientos, avisó que se
había retrasado y llegaría tarde. Contrariando su costumbre de retirarse
temprano de cualquier reunión, Bergoglio se quedó sentado esperándolo mucho.
Quizá
bastante más de una hora después de que casi todos se habían ido. Cuando llegó
lo atendió con toda deferencia, sirviéndole algún bocadito y manteniendo una
conversación cordial, preguntándole por su familia, interesándose por sus
hijos. Ambos charlaron amablemente. Y el cardenal nos agradeció a los tres o
cuatro periodistas que nos habíamos quedado allí hasta que llegó ese colega,
compartiendo la espera y el recibimiento.
Ciertamente
lo vi muchas veces, como otros periodistas, en breves conferencias de prensa al
concluir asambleas de obispos del país o en actos oficiales, universidades,
congresos académicos. Lo he visto lavar los pies a madres embarazadas en una
maternidad pública, enfermos en un hogar de ancianos, chicos en un hospital de
niños.
Viene
a mi memoria un sucedido de 1999. Hacía apenas un año que era arzobispo de
Buenos Aires.
La
puerta descascarada de la cárcel de Villa Devoto se abrió y un sacerdote de
clergyman negro salió solo, con su portafolio, a la calle oscura. Era casi de
noche, un Jueves Santo, e iba a tomar un ómnibus, el 109, para volver a su
casa, en el centro de Buenos Aires. Salía de la cárcel donde había celebrado la
misa para los internos y lavado los pies a doce de ellos. Había estado dos
horas y media allí, conversando con los detenidos antes y después del oficio
religioso.
En
la vereda de esa calle desolada, al lado del enorme paredón de la cárcel, pude
dialogar brevemente con él. "Quería que sintieran que la feligresía de
Buenos Aires y Jesús estaban con ellos", comentó el sacerdote. Era el
arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, por entonces monseñor, dos
años antes de ser hecho cardenal.
Cuando
se iba, lo invité a volverse al centro en el auto del diario en el que yo había
ido con un chofer. Agradeció pero dijo que se volvía en el ómnibus que pasaba
por la esquina. Tuve que insistirle varias veces, diciéndole que íbamos para el
mismo lado, hasta que finalmente aceptó subir.
Antes,
en la vereda, deslizó en tono calmo, casi en voz baja: "Jesús en el
Evangelio nos dice que en el día del Juicio vamos a tener que rendir cuentas de
nuestro comportamiento: tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de
beber; estuve enfermo y me visitaste; estuve en la cárcel y me viniste a
ver". Y señaló que "el mandato de Jesús nos obliga a todos y de una
manera especial, al obispo, que es el padre de todos".
"Algunos
podrán decir: son culpables -agregó Bergoglio-. Yo les respondo con la palabra
de Jesús: el que no es culpable, que tire la primera piedra. Que cada uno de
nosotros nos miremos en el corazón y descubramos nuestras culpas. Entonces, el
corazón se nos hace más humano".
No
hablamos demasiado en el viaje de vuelta con ese arzobispo poco dado a las
entrevistas. Cosas normales, del momento. Al volver, pasamos cerca de un gran
shopping e hizo un comentario al pasar sobre "los nuevos templos del
consumismo".
No
quiso que nos desviáramos unas pocas cuadras para dejarlo en la puerta de su
casa. Se bajó en la calle peatonal Florida y se perdió entre la gente. Prefería
ir caminando varias cuadras hasta la Curia aprovechando para meditar la tercera
parte de los quince misterios del Rosario que reza todos los días. Luego iba a
recorrer solo, a la noche, siete iglesias para adorar a Jesús Sacramentado, una
costumbre que muchos católicos viven en la noche del Jueves Santo. Como
cualquier otro fiel, el arzobispo iba a recorrer las iglesias sin que nadie lo esperara
especialmente.
Al
bajarse del auto me dijo: "Usted logró lo que no logró ningún periodista:
tenerme apresado durante 40 minutos. Generalmente, yo les escapo".
Seguramente no imaginaba entonces que unos años después iba a mantener una
reunión, franca y amable, con unos 6.000 periodistas en Roma, a los que
hablaría con soltura poco antes de otra Semana Santa.
Aquella
noche, al despedirse, nos deseó, al cronista y al chofer: "¡Felices
Pascuas!".
Diario Los
Andes (Mendoza, Argentina), 12 de mayo de 2013
10 comentarios:
Me he quedado speechless. :-/
Modelo de Santidad !!! Dios nos ha concedido un Papa de lujo: tenia que ser Argentino !!! Asi da gusto predicar con el verdadero ejemplo... Gracias D.Henry por compartirlo con nosotros...Buen Finde !!!
Que crónica encantadora. Los consejos evangélicos no se pasan de moda nunca.
Me encanta.
Me gusta que este periodista de los Andes comparta sus recuerdos con nosotros, salvando las distancias esta mañana me acordaba yo de mi padre que hoy hace tres años y un mes se nos fue al cielo y como el Papa se bajo del coche para comtemplar la 3ª parte de los misterios el tambien mientras iba al campo junto al carro y el borrico rezaba las 3 partes del Rosario. He de decir que hemos de aprender de tan buenos maestros. Adiosle
Con este relato me parecía estar viendo a Cristo en la tierra...
Gracias por compartir con todos las letritas de Jorge Rouillón.
En sólo tres palabras: ¡Me ha encantado!
Precioso!!! Q cosas pasan en la vida tan "proverbiales""seguro q me entendéis.
Igualito que Josemaria, Alvaro y Javier.
Igualito? No entiendo
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