jueves, 6 de septiembre de 2007

Carta a un negro muerto en el fondo de un cayuco

Este verano vi tu fotografía en un periódico. Sentí lástima y vergüenza: mientras tú morías en la playa, yo estaba a salvo en la Sierra de Madrid, disfrutando de la brisa y de los pájaros.

Recorté la foto y la puse junto a la imagen de la Virgen que tengo sobre la mesa de mi despacho. Ahora, dos meses más tarde, antes de desprenderme de ella definitivamente, la miro una vez más. Estás muerto. Nadie puede estar más muerto que tú. Tu piel acartonada envuelve un viejo esqueleto que parece esculpido en piedra.

No sé cómo te llamas; quizá seas sólo el negro número 13 de la remesa que llegó una mañana a las playas de Tenerife. La prensa y los políticos te llaman “subsahariano” para no pronunciar la palabra maldita: “negro”. Decir “negro” es racismo, ¿lo sabías? Decir “blanco”, no. Son paradojas de esta sociedad nuestra un poco extraña, que ahora, ya lo comprendo, te traen sin cuidado.

A que no sabías que eres “subsahariano”. ¿Suena bien, verdad? Es una palabra larga, elaborada, parece un título académico, una especie de máster. También eres un “sinpapeles”. Lo escriben así, todo junto, a pesar de que, en castellano, antes de una p nunca debe ponerse una n, sino una m. Pero a ti qué más te da. Además ¿qué falta te hacían los papeles? Tu único papel fue el hambre. Y tenías hambre suficiente para lanzarte al océano a bordo de un cayuco, sabiendo que ese viaje haría escala, casi seguro, en la playa de la muerte.

¿Con qué soñabas cuando te alejabas de la costa a bordo de tu ataúd?

Dicen que, cuando uno es muy pobre, ya casi no se sueña; que el hambre y la sed te expropian las ilusiones. Igual les ocurre a los torturados y a los secuestrados. Los que han pasado por ese trance aseguran que, cuando se llega al límite del sufrimiento, uno sólo aspira a que el dolor no aumente en los próximos segundos. Y hasta se crea un vínculo con el torturador, un afecto enfermizo, una extraña complicidad agradecida, porque la víctima percibe que el sufrimiento podía haber sido mayor.

¿Te sucedió a ti lo mismo? Agarrado a las tablas del cayuco, abrasado por el sol del trópico, ¿seguías pensando en la tierra prometida, o te conformabas con no morir ahogado en los minutos siguientes? Tal vez ya sólo querías preservar tu cadáver de la voracidad de los peces y dejar tu calavera en tierra firme

Miro tu cuerpo desnudo, mordido por el sol y los insectos, y pienso en lo que aprendí de pequeño y he repetido mil veces: que cada hombre y cada mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios, que tienen un espíritu inmortal y están llamados a la vida eterna. En esto radica su dignidad: no en su raza, ni en su cultura, ni en su talento.

Ahora veo tu cadáver y me repito estas palabras que acabo de escribir. Son verdad. Si no lo fueran, este mundo sería absurdo y terrible; no podríamos seguir viviendo. Sólo tendría sentido el suicidio.

Yo sé que tu cayuco atracó en la playa del Cielo; que ese cuerpo que veo en la foto no eres tú: son tus despojos Y no lo digo para tranquilizar mi conciencia y dormir en paz esta noche. Al contrario. Precisamente porque conozco tu dignidad, porque sé que Cristo entregó toda su sangre por ti, me rebelo contra mí mismo y contra todos los que, de una forma u otra, somos cómplices o encubridores de una tragedia que clama al Cielo.

Por más que lo pienso, no encuentro un solo argumento que me convenza de que yo tengo más derecho que tú a vivir en Europa o en cualquier otro punto del Planeta. Sí entiendo, en cambio, que existen estructuras injustas, sólidas como rocas, que parece imposible destruir. ¿Qué puedo hacer yo frente a una economía globalizada, frente a la lógica de las empresas o frente a las decisiones soberanas de las naciones?

Te cuento estas cosas, amigo muerto, a pesar de que mis reflexiones ya te importan poco. Aunque, pensándolo mejor, quizá sí te interesan. Quizá, desde el Cielo, estás pidiéndome que las escriba para que, al menos tres o cuatro lectores comprendan que los pecados sociales no son pecados anónimos de responsabilidad limitada. Que todos hemos de pedir perdón, y rebelarnos.

Sólo así seremos dignos de compartir tu cayuco para llegar con él al Cielo.

4 comentarios:

Juanan dijo...

¡Bravo, Don Enrique! Has dado en el clavo. Me has hecho pensar un montón, ni le quito ni le pongo una letra al texto.

Anónimo dijo...

Me alegro de visitar su blog todos los días. Que Dios se lo pague.

Anónimo dijo...

Me alegro de visitar su blog todos los días. Que Dios se lo pague.

Anónimo dijo...

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elena valiente siempre está contigo