jueves, 17 de abril de 2008

Amor y ortografía (I)


Querida Elena: Recibí tu sms y entendí muy bien… la firma. El resto, no. Lo he reenviado a un experto de 15 años para que me traduzca al castellano la ensalada de letras que me envías. Mientras intentaba descifrarlo, recordé este viejo refrito que ahora publico en el blog. Lo he dividido en 2 partes para que tomes aliento al terminar la primera y leas mañana la continuación.



Me dice Kloster que le gustaría ser premio Nobel de algo para poder decir tonterías como García Márquez (no confundir con mi tocayo y poeta García-Máiquez) y que encima se las publiquen en los periódicos.

Se refería mi amigo a aquello que dijo el insigne escritor hace años: que sobraban las normas de ortografía; o sea que podíamos escribir su apellido con zeta y con k porque a él le daba lo mismo.

Una tropa de académicos, escritores, radioparlantess, catedráticos y columnistas se lanzó entonces a su yugula. Y Desde Lázaro Carreter hasta Ansón, pasando por Gala, Goytisolo o Lapesa, todos emplearon los mismos argumentos: “la ortografía es el andamiaje del idioma” —escribió alguno—; es “un lujo irrenunciable; fija el lenguaje y hace posible que las mil y una hablas que han nacido del español formen un solo idioma…” aseguró otro. Los más benévolos pensaron que el bueno de García Márquez chocheaba. Poco más se dijo.

No tengo más remedio que coincidir con tan ilustrados lingüistas. Pero, la verdad, echo de menos una defensa algo más convincente de nuestra ortografía en esta era de mensajes telefónicos en los se cometen las mayores atrocidades idiomáticas que recuerda la historia.

Porque la ortografía es, ante todo, una cuestión de amor: de amor a lo que se escribe y de amor a las palabras con que se escribe.

Las palabras son seres vivos. Hay palabras jóvenes, recién pronunciadas y todavía inéditas en el mundo de la letra impresa, que tal vez mueran sin pena ni gloria. Hay palabras adolescentes, que entran con sospechosa arrogancia en las páginas de los libros y de los periódicos; pero se nota enseguida que están incómodas, que no saben alternar con tanto vocablo prestigioso. Su indumentaria (o sea, su ortografía) suele estar poco definida, y aun su mismo futuro parece poco claro.

Hay palabras en cambio con siglos de historia; fueron dichas, recitadas y escritas en todos los acentos y con todas las tintas. Quizá alguien las grabó por primera vez en un viejo pergamino y continúan vivas en las pantallas de los ordenadores. Su ortografía es su curriculum vitae. Aquella hache que en Castilla no se pronuncia y se sigue aspirando en Cádiz, fue una efe para el Marqués de Santillana. Aquella uve tiene que ser uve y no be, porque, si la cambiásemos, dejaríamos huérfana a la palabra, le arrancaríamos sus raíces latinas o griegas, sus señas de identidad; sería sólo un sonido degradado, sin pasado ni historia, y, por tanto, perdería buena parte de su capacidad de evocación, de la carga expresiva que está más allá del significado literal.

Por amor a esa palabra (que, desde luego, vale casi siempre más que mil imágenes), debo respetar el vestido con que se me presenta. No puedo desnudarla ni uniformarla con el consabido tejano ajado. Y procuraré que se encuentre a gusto entre los demás vocablos, mimando la sintaxis, procurando que descanse en cada coma y tome aire en los puntos. Todo esto es cuestión de amor.

—Por una vez tienes razón, querido colega —me interrumpe Kloster—. Y conviene añadir además que el mismo amor es también pura cuestión de ortografía.

—¿De ortografía?

... mañana termino

3 comentarios:

Kike dijo...

Nefecto, García Márquez no solo de esas tonterías suele decir.

DeLaCruz dijo...

muy Vuena la foto. Ceguro la tomaron en MeJico :-)

Zaludoz.

Adela Fernández dijo...

Totalmente de acuerdo. Hoy muchos hablan(mos) mal porque nos falta amor por las palabras. Somos cicateros, roñosos, egoístas o simplemente distraídos, y nuestra desidia la pagamos con el lenguaje. Gracias por su artículo, me ha encantado.