domingo, 28 de octubre de 2007

7 chicas 7



La primera se llama Mamen y es la madre de las otras seis. Las demás son, por orden de edad, María, Ana, Lucía, Elena, Carmen y Maite. Las seis fueron alumnas de Aldeafuente mientras yo fui capellán, y, por tanto, me considero autorizado para hablar de ellas con cierta libertad.

El esforzado padre de familia se llamaba Jesús Ordovás y se fue al Cielo inesperadamente hace seis años. Jesús era óptico y santo. Como óptico era excelente: el me colocó las primeras gafas de mi vida, y las segundas, las terceras…, hasta que llegó su hija Lucía —un nombre muy adecuado para una profesional del ramo—, que me vendió las que llevo ahora mismo

Jesús y Mamen no tuvieron hijos, sólo niñas. Supongo que esta circunstancia contribuyó a que Jesús fuese más santo aún.

El caso es que, cuando Jesús falleció, unos días después del funeral las siete chicas me pidieron que les dijera una Misa para ellas solas en la pequeña cripta de Diego de León 14.

De aquel día sólo recuerdo un detalle significativo. Estaban las seis sentadas en el primer banco, a metro y medio del altar desde donde yo predicaba. Les hablé de una jaculatoria que solía decir San Josemaría Escrivá en los momentos de tribulación o de pena: Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno.

Como es natural yo me sabía de memoria esa oración, pero, al recordarla, las seis niñas la recitaron conmigo al unísono en voz alta. Su padre, desde el Cielo, aplaudió muy bajito para no interrumpir la ceremonia.

Han pasado 6 años y hemos vuelto a la cripta de Diego de León. Esta vez nos han acompañado Carlos y Miguel, maridos respectivamente de Ana y Lucía; Javi, novio o algo así, de Elena y cuatro niños y medio: dos de Ana y dos de Lucía. El medio también es de Lucía. No pongo los nombres, porque me lío.

Yo me he vuelto a conmover mientras predicaba, y no por hablar de Jesús, que sin duda alguna está en el Cielo, sino al contemplar a las seis chicas, que no han cambiado nada, con su madre convertida en abuela. Los críos alborotaban moderadamente como es su obligación, pero a mí sus gritos me sonaban a música gregoriana.

Ahora sólo espero que me inviten a merendar algún día.

7 comentarios:

Unknown dijo...

Me llamo Federico, soy profesor en Canarias y le leo a diario. Gracias.

Enrique Monasterio dijo...

Mañana me voy a Canarias. ¿Donde estás?

maria dijo...

Hola D. Enrique soy María!
Hoy hemos comido todos juntos y lo hemos leído y emocionado mucho.

Muchas Gracias por su amistad!
Pd:Lo de la merienda está hecho este mes!

Un abrazo de todos

Unknown dijo...

En Tenerife.

Breo Tosar dijo...

Y yo me he conmovido con esta tierna y sencilla historia. ¡Gracias, don Enrique!

Anónimo dijo...

Simplemente impresionante!!!

Don Mario dijo...

Le envidio estas historias que sólo un cura con cierta edad puede tener.
Yo ya me siento viejo con tratar a los hijos – y pequeños – de mis amigos... y usted ¡ya va con los nietos!
A este post le falta la etiqueta "ser viejo" que tan orgullosamente defiende.