Entre tormenta y tormenta, decido
lanzarme a la aventura, y, deprisa, deprisa, me dirijo caminando hacia el pueblo.
Desde el Albergue hasta la plaza mayor hay exactamente dos kilómetros y
seiscientos metros, según Google maps.
Hace veinte años eso me lo hacía yo sin despeinarme en menos que canta una
curruca capirotada. Ahora tampoco me despeino, porque no hay de qué, pero
necesito media hora larga y llego a mi destino con la sensación de haber quedado
el último en el maratón de Nueva York.
En la plaza hay soportales, gracias a
Dios, que me resguardan del segundo chaparrón del día. Emprendo el camino de
vuelta y la nubes del Cielo me miran amenazadoras como toros negros perdidos en
medio del campo.
Acelero la marcha. Si tuviese un calzado
adecuado y un chubasquero provocaría a las nubes para que me enviasen agua en
abundancia, pero no está el horno para bollos ni mi cuerpo para remojones.
En el jardín de un chalet hay un hombre
con sombrero de lluvia, chubasquero, pantalón impermeable y botas de goma.
—Se va usted a mojar —me dice—.
—Pero sólo si llueve —le contesto—.
Al fin veo el cartel que señala mi
destino: "Albergue de Valdelafuente". Sale el sol sólo un poquito, lo
justo para aplaudir mi hazaña.
Al llegar a casa compruebo que la wifi se ha despedido otra vez y nos
hemos quedado aislados. Seguro que es cosa de pocos minutos, pero recuerdo
lo que me decía angustiado hace unos meses un chaval la mar de listo, que es
adicto a Internet, aunque él lo niega con la vehemencia típica de los que, en
efecto, están enganchados:
—¡Es que el el siglo XXI sin Internet no se puede
vivir!
Sí que se puede. Incluso se goza de una
sensación de libertad casi olvidada. Además uno sabe que el globo seguirá
volando por el espacio cibernético aunque haya perdido el contacto con la torre de control, y los
twitteros no se privaran de twittear y retwittear lo que uno ha escrito en la nube.
Recuerdo ahora el "vagón de silencio"
que puso en marcha la RENFE con
gran éxito hace unos meses: un vagón del AVE en el que está prohibido hablar en
voz alta. Allí no hay cobertura de móviles, ni películas ni más música que la
de los auriculares de cada uno. Ese vagón tiene una función terapéutica evidente,
y la próxima vez que tenga que viajar en tren prometo utilizarlo.
—¿Será más caro?
—Seguro. El silencio, amigo Kloster,
está subiendo de precio.
Me siento frente al ordenador para
poner en orden estas ideas y vuelve a funcionar Internet.
—¿A dónde te vas, wifi mía, cuando
huyes de mi casa?
—Estoy —me contesta— en el limbo de las
llamadas perdidas y de los mensajes rebotados.
3 comentarios:
Ni que lo diga. Aquí también acaba de descargar una. De rayos y truenos y granizo. Y esta noche estuvo fina: tormenta eléctrica con agua fresca con peligro de inundación, hube de cerrar ventanas. El wifi si también es verdad que de repente te dice: no hay conexión, vuelva a intentarlo. Pero por lo demás, nada. Adiosle
No se preocupen por el wi-fi.
Esta semana ha estado en mi isla un Jefecillo de Google, invitado por los antiguos del IESE, y ha dicho que nos van a conectar a todos con todos y todas en todas partes todo el rato y con todo. Sí, también con éso.
Y que será muy gūay.
Lo que no dijo es quién lo va a pagar.
el vagón silencioso no es más caro, don enrique. De hecho, no está muy solicitado...
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