jueves, 11 de junio de 2015

Entre tormentas


Entre tormenta y tormenta, decido lanzarme a la aventura, y, deprisa, deprisa, me dirijo caminando hacia el pueblo. Desde el Albergue hasta la plaza mayor hay exactamente dos kilómetros y seiscientos metros, según Google maps. Hace veinte años eso me lo hacía yo sin despeinarme en menos que canta una curruca capirotada. Ahora tampoco me despeino, porque no hay de qué, pero necesito media hora larga y llego a mi destino con la sensación de haber quedado el último en el maratón de Nueva York.
En la plaza hay soportales, gracias a Dios, que me resguardan del segundo chaparrón del día. Emprendo el camino de vuelta y la nubes del Cielo me miran amenazadoras como toros negros perdidos en medio del campo.
Acelero la marcha. Si tuviese un calzado adecuado y un chubasquero provocaría a las nubes para que me enviasen agua en abundancia, pero no está el horno para bollos ni mi cuerpo para remojones.
En el jardín de un chalet hay un hombre con sombrero de lluvia, chubasquero, pantalón impermeable y botas de goma.
—Se va usted a mojar —me dice—.
—Pero sólo si llueve —le contesto—.
Al fin veo el cartel que señala mi destino: "Albergue de Valdelafuente". Sale el sol sólo un poquito, lo justo para aplaudir mi hazaña.
Al llegar a casa compruebo que la wifi se ha despedido otra vez y nos hemos quedado aislados. Seguro que es cosa de pocos minutos, pero recuerdo lo que me decía angustiado hace unos meses un chaval la mar de listo, que es adicto a Internet, aunque él lo niega con la vehemencia típica de los que, en efecto, están enganchados:
—¡Es que el el siglo XXI sin Internet no se puede vivir!
Sí que se puede. Incluso se goza de una sensación de libertad casi olvidada. Además uno sabe que el globo seguirá volando por el espacio cibernético aunque haya perdido el contacto con la torre de control, y los twitteros no se privaran de twittear y retwittear lo que uno ha escrito en la nube.
Recuerdo ahora el "vagón de silencio" que puso en marcha la RENFE con gran éxito hace unos meses: un vagón del AVE en el que está prohibido hablar en voz alta. Allí no hay cobertura de móviles, ni películas ni más música que la de los auriculares de cada uno. Ese vagón tiene una función terapéutica evidente, y la próxima vez que tenga que viajar en tren prometo utilizarlo.
—¿Será más caro?
—Seguro. El silencio, amigo Kloster, está subiendo de precio.
Me siento frente al ordenador para poner en orden estas ideas y vuelve a funcionar Internet.
—¿A dónde te vas, wifi mía, cuando huyes de mi casa?
—Estoy —me contesta— en el limbo de las llamadas perdidas y de los mensajes rebotados.


3 comentarios:

Antuán dijo...

Ni que lo diga. Aquí también acaba de descargar una. De rayos y truenos y granizo. Y esta noche estuvo fina: tormenta eléctrica con agua fresca con peligro de inundación, hube de cerrar ventanas. El wifi si también es verdad que de repente te dice: no hay conexión, vuelva a intentarlo. Pero por lo demás, nada. Adiosle

c3po dijo...

No se preocupen por el wi-fi.
Esta semana ha estado en mi isla un Jefecillo de Google, invitado por los antiguos del IESE, y ha dicho que nos van a conectar a todos con todos y todas en todas partes todo el rato y con todo. Sí, también con éso.
Y que será muy gūay.
Lo que no dijo es quién lo va a pagar.

Fernando Q. dijo...

el vagón silencioso no es más caro, don enrique. De hecho, no está muy solicitado...