domingo, 5 de agosto de 2007

5 de agosto. Nuestra Señora de la Nieves


En Madrid hace un calor insolente y homicida. Esta noche el termómetro de mi ventana no ha bajado de los 30º. Por supuesto, no he pegado ojo. Sólo me consolaba el pensamiento de que el 5 de agosto del año 352, total hace nada, en Roma nevó sobre la colina del Esquilino.

No me vengáis ahora con que se trata de una leyenda. ¿Por qué no va a ser cierto? Para la Virgen es tan sencillo hacer que nieve en agosto como resucitar a un muerto. No hay milagros fáciles y milagros difíciles.

Hasta Pedro Salinas coincide conmigo. ¿Recordáis aquel poema…?

¡Pastora de milagros!
¿Lo sobrenatural
nació quizá contigo?
Tu vida
maneja los prodigios
tan tuyamente como
el color de tus ojos,
o tu voz, o tu risa.
Y lo maravilloso
parece
tu costumbre, el quehacer
fácil de cada día.

Es cierto. Además, en las manifestaciones marianas, uno descubre siempre un detalle femenino que es como la firma de la Madre de Dios. Jesús hacía milagros “importantes”: resucitó muertos, calmó tempestades, curó ciegos, leprosos, paralíticos. María, en cambio, se especializó en milagros “pequeños”. Ella transformó el agua en vino de Jerez o en manzanilla de Sanlúcar, que no está claro. Y grabó su retrato en la tilma de Juan Diego, un indito mexicano. Y se plantó en Zaragoza sobre un pilar para consolar a un evangelizador que tuvo la descabellada idea de anunciar el evangelio a los maños, en lugar de ir antes a Bilbao. Y llenó de aroma de rosas el aire de sus apariciones.

¿Qué tiene de extraño que, para indicar a un patricio el lugar exacto en que debía levantarse la primera basílica dedicada a la Madre de Dios, dejara un manto de nieve sobre la colina? Ésta es la historia de hoy, y a mí me convence.

Perdón por la interrupción. Sigo con el poema:


Las sorpresas del mundo,
lanzadas desde lejos
sobre ti, como olas,
en mansa espuma blanca
a los pies se te quiebran,
dóciles, esperadas.
Lo imprevisto se quita,
al verte su antifaz
de noche o de misterio,
se rinde:
tú ya lo conocías.
Andando de tu mano,
¡qué fáciles las cimas!
Alto se está contigo,
tú me elevas, sin nada,
tan sólo con vivir
y dejar que te viva.
Tus pasos más sencillos
en ascensión acaban.
Y en altura se vive
sin sentir la fatiga
de haber subido. Tú
le quitas
al trabajo, al afán,
su gran color de pena.
Y en descensos alegres,
se sube, si tú guías,
la inmensa
cuesta arriba del mundo.
Cuando tu ser en proa,
- velocísimo viento -
atraviesa la vida,
se les cae a las ramas
de lo que deseamos
los esfuerzos que cuestan,
el precio de la dicha,
como las hojas secas,
y te alfombran el paso.
Y yo sé que quererte
es convertir los días,
las horas, en peligros,
en llamas. Pero a todo
se sonríe por ti.
Porque vas sorteando
nuestra vida entre azares
ardientes, entre muertes,
tan inocentemente,
tan fuera del pecado,
que nos parece un juego
con las cosas más puras.
Tan sencilla queriéndome,
que a veces se me olvida
que vivo de milagro
el amor fabuloso
que al cargar sobre ti
ingrávido se torna.
Y como lo redimes
de sangre, o de tormento,
por fuerza de tu pecho,
con corazón de magia,
se siente la ilusión
de que nada nos cuesta
nada.
Que el hecho más sencillo,
el primero y el último
del mundo, fue querernos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cerca de la casa de mis abuelos, hay -en alto, altísimo- una ermita de la Virgen de las Nieves. Espectacular. Como su historia: nieve durante el "ferragosto". Y gracias por el poema, Don Enrique.