El día de la Patrona Juan imprimió unos carteles enormes y los distribuyó por todo el pueblo. Yo llegué la tarde anterior y pude comprobar que se me definía como “un predicador de campanillas especializado en la pastoral juvenil”.
Me recibió con un abrazo aún más fuerte que el de nuestro primer encuentro. Su casa era amplia y fresca, llena de muebles heredados de párrocos anteriores y de su propia familia. Tenía una pequeña biblioteca y una videoteca de películas clásicas, casi todas en blanco y negro.
Mi habitación era colosal. Una cama metálica un tanto ruidosa, un cuadro del Sagrado Corazón y una preciosa jofaina de cerámica que me serviría para afeitarme por la mañana. Desde mi ventana se divisaba la pequeña huerta y, al fondo, el valle. La luz era escasa, pero como se iba de vez en cuando tampoco importaba demasiado.
La cena fue muy superior a mis expectativas y a mis fuerzas. Juan había pedido ayuda a Isabel, la recién casada, que nos cocinó un cordero delicioso y trajo un vino “criado en el pueblo”, áspero y fuerte como un puerco espín. Isabel resultó ser una chica pequeñita y vivaracha de ojos muy negros con una singular tendencia a ponerse colorada.
Al día siguiente nos levantamos temprano y abrimos la iglesia. En la Capilla del Santísimo, frente a un Calvario enorme y tosco, hice mi oración de la mañana y procuré prepararme para la homilía.
A las 12,30, Santa Misa. La Iglesia estaba abarrotada y no por las presuntas campanillas del predicador. Las mujeres se habían vestido de fiesta, y los hombres no desentonaban en exceso. El coro, manifiestamente mejorable, introdujo la ceremonia con un “Canto de entrada” lleno de ímpetu.
Hablé de la Virgen, por supuesto, de la Patrona del pueblo, pero fui derivando mi discurso para terminar en la Eucaristía. Expliqué que Jesús ha querido ser un vecino más, que vive en la casa más grande y más lujosa de todas, edificada hace muchos siglos por unos hombres de fe.
—A nosotros nos toca cuidarlo, defenderlo, hablar bien de Él y hablar con Él.
Luego expliqué que Jesús también está presente en el sacerdote. Y concluí diciendo más o menos:
—El sacerdote no sólo representa a Jesús, sino que le presta su voz para que Dios nos hable; le entrega sus manos para que Dios nos abrace y nos cure; y le da su corazón para que Dios nos ame con latidos humanos. Por eso —añadí— os quiere tanto vuestro párroco. Vosotros también lo queréis y le respetáis, porque, para vosotros, es el mismo Cristo.
Después del almuerzo al aire libre, salí camino de Madrid.
Juan y yo nos vimos un par de veces y nos escribimos mucho más. Se jubiló en 2001 pero decidió seguir en el pueblo. Su sustituto tenía que atender varias parroquias y vivía a quince kilómetros. Así que mi amigo siguió trabajando.
Hace tres años me telefoneó su hermana, la que vive en Madrid. Me comunicó que Juan había sufrido un derrame cerebral y había fallecido a las pocas horas.
No pude ir al Funeral a pesar de que lo intenté, pero me dijeron que participó todo el pueblo. Y hubo muchas lágrimas aquel día.
Ahora, al terminar este recuerdo, me encomiendo a él y le pido que, cuando yo esté triste, no se olvide de abrazarme desde el Cielo.
4 comentarios:
Verdaderamente ¡que grande es ser cura!. Gracias D. Enrique por estas historias tan bonitas que nos relata, espero que vaya sacando de su armario otras mas.
He leído varias veces las tres partes y no iba a comentar nada porque no tengo nada que añadir. Pero luego he pensado que puedo darle las gracias -para variar-; que sus "historias" sirven mucho. Mucho.
Y lo orgulloso que uno se siente de formar parte del rebaño...
Muchas gracias! Me ha emocionado...Cuanto tenemos que rezar por los curas !
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