viernes, 17 de agosto de 2007

Un cura de pueblo (I)




¡Qué difícil es escribir sólo diez líneas! Hoy tampoco voy a lograrlo. Una vez más tendré que dividir la historia en dos o tres partes como otras veces.

Hablaré de un sacerdote anciano que conocí hace diez o doce años y que se nos fue al Cielo hace tres. Tampoco esta vez diré su nombre verdadero ni su origen, aunque podría hacerlo: lo llamaremos Juan.

Serían las nueve de la noche o quizá más tarde. Era un mes de julio y yo iba deprisa por la acera de una calle muy concurrida de Madrid en busca de mi coche para regresar a casa. De pronto un hombre mayor que venía muy despacio en dirección contraria levantó la vista, me miró y me detuvo con un gesto.

—Hermano, abrázame por favor.

Sonreí un tanto confuso. A los curas a veces nos piden cosas insólitas; pero era evidente que aquel hombre hablaba en serio. Parecía muy emocionado.

Lo abracé, quizá sin mucha convicción.

—Más fuerte, por favor…

El hombre había empezado a llorar con tal desconsuelo que no supe qué decir ni hacer. Al fin se separó de mí, y me dijo:

—Muchas gracias. Necesitaba el abrazo de un hermano sacerdote.

Sentados en una cafetería cercana se fue desahogando poco a poco.

Me contó que era párroco en un pueblo…, digamos de Extremadura. Llevaba allí más de cuarenta años; conocía a cada uno de los feligreses. Había bautizado a medio pueblo y les había dado la Primera Comunión, la Catequesis…, recordaba la fecha de boda de casi todos. Había enterrado a centenares, y los quería más que a su propia familia.

—Pero ahora se avergüenzan de ir a la iglesia. Mira, Enrique, no sé lo que está pasando. Blasfeman a gritos para que yo les oiga. Se emborrachan cada vez más. Yo creo que es la televisión, y las series estas que ve todo el mundo… Antes, en los pueblos estaba lo más sano de la Iglesia. Ahora ocurre lo contrario. Están destruyendo la fe de los más sencillos, de la gente del campo.

Yo trataba de consolarlo como podía, haciéndole ver la labor inmensa que había hecho todos aquellos años; pero Juan no me escuchaba.

—¿Sabes por qué estoy en Madrid? Ayer por la mañana cogí el coche y salí huyendo. Me dije que sólo volvería para recoger mis cosas personales, pero que ya no quería saber nada del pueblo. Es que me han humillado, me han hecho una cosa muy gorda… Aquí vive una hermana mía casada y “me he invitado” a dormir en su casa. Esta mañana he salido a caminar; no quería crearles ningún trastorno. He celebrado la Eucaristía en la Iglesia de los Carmelitas y estado paseando…

—¿Y dónde has comido?

—No he comido… Hoy he caminado docenas de kilómetros, pensando…

—Y rezando…

—No mucho, la verdad. Pero cuando te he visto, he pensado que necesitaba un abrazo. ¿Lo entiendes, verdad?

5 comentarios:

Escritor en el Tejado dijo...

Qué gran verdad encierra esta historia.

Precisamente el otro día lo comentaba con unos compañeros: ante muchas dificultades del ministerio en las cuales ni la oración parece dar consuelo, lo primero que nos "salva" es algo tan simple (a primera vista) como coger el coche, correr a encontrarte con un compañero/amigo, tomar un café o simplemente desahogarte o pedirle eso: "un abrazo".

El abrazo de un "colega" en muchas ocasiones no lo puede sustituir nadie.

Un abrazo, hermano.

Anónimo dijo...

Me adhiero al "escritor en el tejado"

Anónimo dijo...

Me adhiero al "escritor en el tejado"

Don Mario dijo...

Pues... estando en España de recién ordenado el "abrazo de un colega" me partió una costilla. Y aún así se agradecía.
Le llamaban (supongo que siguen) "el Oso", quizo felicitarme por mi ordenación y el recuerdo de su abrazo me acompañó durante un par de semanas, especialmente al acostarme.
Con todo, comparto sobre el bien que nos vienen los abrazos fraternos e invito a practicar.

Cristian dijo...

Padre:
Sin duda, la mejor terapia es la que nos describe... salir un rato, tomar aire, y charlar con un amigo sacerdote. Gracias. Bendiciones.