miércoles, 8 de agosto de 2007

El síndrome del jorobado






“Dos jorobados jamás se miran de frente,
salvo que sean camellos”.

(Prov
erbio persa, o así).


Renato Gibbone, cantante, bailarín y payaso, era el bufón mayor de Siena, y con un solo gesto podía conmover hasta las lágrimas o hacer reír a carcajadas a toda la ciudad. Nadie fue jamás tan admirado ni tan querido. Las mujeres se confesaban enamoradas de él, y sus maridos no se sentían celosos, seguramente porque Renato —que lo poseía todo— tenía también una hermosísima joroba.

—¡Pero con cuánta gracia la lleva..., comentaban ellas.

En efecto: Renato había hecho de su deformidad su principal arma. Nadie contaba con más gracia chistes de jorobados. Sabía centenares, y siempre inventaba alguno nuevo.

Cualquiera podría pensar, al conocerlo, que se trataba de un gran hombre sin complejos, capaz de reírse incluso de sí mismo, pero la realidad era bien distinta: Gibbone tenía un alma tan retorcida como su cuerpo. Odiaba su joroba y todas las jorobas del mundo. Por eso no quería ver ni una sola a su alrededor. Su fobia era tan obsesiva que ni siquiera soportaba verse en un espejo. Por esta razón en Siena no debía haber más cheposos que él.

Para conseguirlo decidió ridiculizar a tres vecinos que padecían su misma deformidad: a Paolo, el zapatero; a Antonio, el mendigo, y a Renzo, el Conde.

Inventó chistes tan crueles, que muy pronto los demás jorobados tuvieron que ocultarse en sus casas para no ser objeto de las burlas de la ciudad entera. Paolo cerró la zapatería; el Conde se recluyó en su palacio, y Antonio, el mendigo, se consumía en su pequeña cabaña sin atreverse siquiera pedir limosna.

Al fin Renato era feliz: amado por las mujeres, admirado por los hombres, y rico por gracia de su señor, ya no tenía jorobados que le recordasen su aspecto monstruoso...

Pero una noche se vio llegar al palacio del Conde la sombra de dos cuerpos deformes. Los tres gibosos humillados habían decidido pasar al ataque. Llegaba la hora de la venganza.

Era la fiesta mayor de Siena. Centenares de banderas ondeaban en los abarrotados balcones de la Plaza del Campo. Sobre un escenario, instalado en el centro, el Gibbone arrancaba aplausos y risas. En verdad se estaba luciendo… Hasta que, de pronto, a lo lejos, apareció la figura grotesca y renqueante de un jorobado desconocido.

Tras la sorpresa se hizo silencio. Las gentes abrieron un pasillo. Por un instante en los ojos del bufón se encendió un chispazo de ira que casi nadie notó. Inmediatamente estalló en una carcajada tan franca, atractiva y contagiosa, que toda la plaza terminó por desternillarse de risa. Gibbone señaló con el dedo al intruso, y se dispuso a ponerlo en su sitio, provocando, como siempre que se lo proponía, la hilaridad del público.

Soltó chistes como disparos...; pero esta vez el jorobado no se inmutaba. Es más, siguió avanzando y llegó hasta el centro mismo de la plaza. Era increíble: aquel pobre idiota no se enteraba. ¿Sería sordo además de contrahecho? Subió al escenario. Las risas fueron dejando paso a la incredulidad. Renato lanzó sobre el intruso su repertorio más hiriente. Fue inútil. El misterioso jorobado aguardaba a que escampase la tormenta. Algunos pudieron ver que en su rostro había una sonrisa melancólica.

Al Gibbone se le fueron acabando los chistes. Ya casi nadie reía. Al fin, se hizo un silencio terrible, y el recién llegado miró con tristeza a su rival. Se quitó su joroba, que resultó ser de trapo, y la dejo a los pies del bufón, que, al mirarla, pareció más grotesco y deforme que nunca. Entonces el falso giboso se enderezó: era un joven, alto, fuerte y apuesto. A continuación lanzó una carcajada terrible, que llenó la plaza de ecos siniestros, se inclinó para recibir los aplausos del público, dio media vuelta, y se alejó.

Y cuentan que Renato, pálido de ira y de vergüenza, tuvo que esconderse abochornado en su casa, y nunca más volvió a salir a la luz pública.

Tras el cuento, la moraleja:

Los defectos ajenos pueden provocar en nosotros los más variados sentimientos: lástima, tristeza, repugnancia..., incluso simpatía. Todo depende de qué defecto se trate y de quién lo posea. Pero si nuestra reacción es de ira, de furia un tanto desproporcionada, seguramente padecemos el famoso síndrome del jorobado.

Se trata de una dolencia que suele aparecer a partir de los trece o catorce años y que algunos consideran como una característica más de la siempre conflictiva edad del pavo. Sin embargo, no conviene engañarse: muchos adultos la sufren con la misma virulencia.

El Doctor Kloster llama a esta enfermedad speculofobia, o aversión a los espejos, ya que, en definitiva, el síndrome del jorobado consiste en el odio a los propios defectos, cuando se ven reflejados en los demás.

Por supuesto que no me refiero sólo a las taras físicas. Desde luego, todo el mundo sabe que, por lo general, un tartamudo no suele encontrar el menor placer cuando conversa con otro tartamudo. También es opinión corriente que resulta de mala educación invitar a comer en la misma mesa a dos jorobados, ya que lo más probable es que ambos acaben con problemas de digestión. Pero como estas situaciones no se dan con frecuencia, el problema puede considerarse irrelevante.

Sí que es epidémica, en cambio, la alergia a los propios defectos espirituales o morales, cuando aparecen con toda su crudeza en las personas que nos rodean, especialmente en los parientes más cercanos, que generalmente son quienes los reproducen con mayor fidelidad.

Es el caso de Elia, estudiante de 2º de bup, que se reconoce incapaz de aguantar a Noelia. Y, para explicar el porqué, hace una imitación excelente de los gestos, la voz y el tonillo de la prójima que tanto le irrita. Como digo, la representación es perfecta, y no podía ser de otra forma, ya que Elia y Noelia son hermanas gemelas.

Concluyamos. Llevamos ya unas cuantas páginas hablando de una sola virtud: la sinceridad. Y estoy seguro de que nunca habríais sospechado que esta cuestión tenga tantas y tan complicadas ramificaciones. Reconozco que yo tampoco. Sin embargo os aseguro de que el síndrome del jorobado es epidémico en muchos ambientes. Os invito a haceros un sencillo chequeo, en forma de test:

1. ¿Entre tus parientes, colegas o compañeros más cercanos hay alguno que te caiga rematadamente mal, hasta el punto de no poder aguantarlo?

2. ¿Sientes frecuentes tentaciones (tal vez rechazadas) de estrangular a esa persona con el cordón de las cortinas, o al menos de someterla a refinadas torturas?

3. ¿Te regocijas secreta pero descaradamente cada vez que pierde su equipo de fútbol, suspende las matemáticas de 2º o queda como un imbécil delante de su primo/a Luisito/a?

4. Cuando te pregunta tu madre, “¿se puede saber por qué te cae tan mal NN,” respondes rotunda e irracionalmente “porque es idiota”?

Si has contestado afirmativamente a las cuatro cuestiones es indudable que padeces el síndrome del jorobado. Pero no te alarmes; el tratamiento es sencillo. Un sincero examen de conciencia te hará descubrir que lo que te irrita no es tanto la joroba ajena, como la tuya, tan vulgar, por otra parte.

Luego, ya sabes: a ser sincero contigo mismo, con Dios y con el confesor. Con un poco de constancia lograrás aguantar dignamente tu propia giba sin necesidad de jorobar a los demás.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Viva los refritos y los encuentros fortuitos.

Cristina V dijo...

!!Genial¡¡

José Carlos Delgado Matud dijo...

este relato nos lo contó nuestro profesor de lengua en la ESO. Se llamaba Don Juanjo. Alias "el tiburón".