martes, 16 de junio de 2009

Cucho, el pavo y la melancolía

Escribo desde mi colegio de Gaztelueta, a la vista del monte Serantes, que siempre ha sido mi fuente de inspiración más fiable. Acabo de salir de una conferencia y he charlado con muchos antiguos alumnos y con algunos nuevos. Hemos recordado tantas cosas medio olvidadas, y yo he vuelto a pensar en Cucho. Por eso os pongo este refrito de verano.



He leído no sé dónde que la edad del pavo es la etapa más feliz de la vida. No es cierto: la adolescencia es el tiempo de la melancolía.

—¿Por qué llora una tanto a esta edad? —me preguntó un día Vicky, que andaba por entonces con la lágrima fácil de los 15 años—.

—No todos son tan llorones como tú —le contesté—; pero a lo mejor es que empiezas a sentirte mayor y lloras por la infancia perdida.

Aquel día Vicky me preguntó si yo también era llorón mis tiempos, y aproveché para contestarle que mis tiempos aún no habían llegado y que se fuera a clase y se dejara de tonterías.

Llorón no creo haberlo sido nunca, pero sí que recuerdo con toda nitidez los altibajos de la adolescencia. Uno de mis testigos fue Cucho, un perro pastor alemán alto y de buen genio, que me acompañó en mis crisis y fue mi confidente en los momentos más duros.

Cucho llegó a casa cuando apenas era un cachorro. Nos lo regaló Yanko Daucik, que estudió conmigo en el colegio durante los años en que su padre entrenaba al Athletic de Bilbao. El padre de Cucho se llamaba Arco y era de origen checo, como la familia de mi amigo. Por eso llegó con el nombre puesto. Podíamos habérselo cambiado, porque al principio no nos gustaba; pero nadie se atrevió a tomar la iniciativa. Sólo mi madre le llamaba Polka, quién sabe por qué.

El caso es que creció desmesuradamente. Ahora lo recuerdo gigantesco, aunque quizá no era para tanto. Y como se alimentaba bien, vivía en el campo, y estaba todo el día rodeado de niños, se hizo fuerte, lustroso y buen amigo de la chavalería.

Sin embargo jamás abdicó de su dignidad. Nunca quiso parecerse a esos perritos habilidosos, que según sus dueños son listísimos porque hacen monerías impropias de un cánido y, por tanto, son medio idiotas. Cucho siempre fue todo un perro, un pedazo de pastor alemán, cariñoso y servicial, de ojos mansos y dientes de fiera; de pocos aunque sonoros ladridos, y capaz de amedrentar a cualquiera con sólo mirarlo.

Durante un tiempo, fue mi mejor amigo. Por la mañana entraba en mi cuarto a la hora prevista, y me sacaba de la cama lamiéndome la cara. No era una experiencia agradable, pero me ayudaba a correr camino de la ducha.

Luego, al atardecer, Cucho y yo teníamos largas conversaciones. No os riáis, que ya empiezo a ponerme colorado. Un poco raro sí que parece, la verdad; pero tampoco tanto. Lo que pasa es que tuve unos años tímidos y turbulentos: sólo me interesaban el ajedrez y la poesía de Garcilaso de la Vega, y ninguno de mis amigos sintonizaba con semejantes aficiones.

Cucho, en cambio, sí. Allí, en la campa que había a unos cientos de metros de mi casa, nos sentábamos el uno frente al otro. Cucho, con la mirada atenta, la boca abierta y la lengua fuera, inmóvil como una estatua. Yo, con mi pavo a cuestas, le recitaba poemas, que podían ser propios o prestados (“el dulce lamentar de dos pastores,/ Salicio juntamente y Nemoroso…”) Otras veces le contaba mis penas.

Como la cosa ni siquiera a mí me parecía muy normal, un día decidí explicárselo al sacerdote. Su respuesta me desconcertó:

—Mientras Cucho no te conteste, puedes estar tranquilo: aún no estás completamente majareta. Pero pienso que necesitas algo más que un perro: ha llegado el momento de que empieces a hablar con Dios.

No he entrecomillado el consejo, pero podía haberlo hecho, porque sólo han pasado cincuenta y tantos años y lo recuerdo muy bien, casi palabra por palabra.

Desde que soy sacerdote he contado mil veces esta historia, para explicar a chicos y a chicas que a esa edad tan rara de la melancolía, cuando nadie nos entiende, ni nosotros mismos, y uno se desahoga con la almohada, con el espejo o con el gato, Dios se pone a nuestros pies como un perrillo. Es la hora de tomarse en serio a ese interlocutor divino, y dedicarle, al menos, unos minutos cada día.

Si le damos esa oportunidad, no tardaremos en descubrir que, en este diálogo, hemos de intercambiar los papeles para que Dios lleve la voz cantante. Lo nuestro —como predicó San Josemaría— es “estar pendientes de sus labios: con el oído atento, la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones”.

Es decir, como el bueno de Cucho, que cuando me miraba con la boca abierta, parecía un atleta a punto de tomar la salida. Quizá sólo esperaba que lanzara un palo a lo lejos para correr a buscarlo, y repetir una y otra vez el mismo juego.

22 comentarios:

Historias del Metro dijo...

¿Cómo se sabe cuándo es Dios quien ha tomado la voz cantante?

Isa dijo...

Entrañabñe historia y mejor moraleja don Enrique...Ya veo que usted ya de joven apuntaba alto...¡ajedrez y Garcilaso! ¡guau! y ya empezaba a ser contemplativo...

Enrique Monasterio dijo...

H.del m.: te lo contare cuando te vea

Unknown dijo...

Hola
Me ha encantado leer su historia, en mi adolescencia yo también tube un perro, y también un sacerdote que me dio el mismo consejo. Nunca me he atrevido a contarlo, ahora se que en "la edad del pavo" no estaba completamente loca.
Desde entonces sigo hablando con Él. Aunque como ha dicho "historias del metro" tampoco se cuando Dios lleva Dios la voz cantante.

Gracias por sus historias, por estos trozos de vida que nos va regalando, por estas entradas que nos van dando vida, por que detras siempre anda Dios.

ROSA dijo...

Historias del Metro, me pregunto lo mismo que tú, mi sonotone a veces debe estar muy bajo o sin pilas ya que si me cuesta oír…., no digamos saber que El lleva la voz cantante…….. ¡¡¡que difícil!!!. Buenos días

Orisson dijo...

Don Enrique, cuéntenoslo a todos, que alguno no le vemos.

Anónimo dijo...

Eso, eso,... cuente, cuente,... xf. AC

Inés dijo...

No solo en la adolescencia se pasan momentos regulares.Gracias por el consejo, hay días que cuesta acordarse de que existe un Gran Amigo.

Hans dijo...

si no me equivoco, se que la voz cantante la lleva Dios cuando no vivo por mi, si no para algo mas grande; cuando mis actos no se centran en mi, si no en el amor que siento por Dios y los demá es decir, cuando mi vida, al completo la pongo al servicio de Cristo. Qué opinas??

Anónimo dijo...

yo nunca tuve una mascota con quien compartir aquellos días. Mantuve desde aquellos años un cuadernillo en el que escribia todo lo que me afligía y donde iba respondiendo poco a poco a mis duda y situaciones... más grande empece a escribir mis oraciones.. todo aquello que quería decirle a Dios de forma que no se me escapara nada. Ahora debo confesar que extraño mi cuadernillo me he enclaustrado en mi trabajo y siento una urgente necesidad de regresar a hablar con Dios..
Gracias Don Enrique por su blog.
un saludo, Ingrid

GAZTELU dijo...

Con permiso de D.Enrique,os aseguro
que Dios se encarga de hacernos saber cuando es él la voz cantante.
Llega un momento en tu vida que tienes la absoluta certeza,no sé como,pero es así.
Lo importante no es lo que YO HAGA sino lo que le dejo a DIOS QUE HAGA EN MI.
Lo importante es FIARSE DE DIOS y dejarse llevar por él.
Gracias y perdon al propietario del blog por mi osadia.

GAZTELU dijo...

HISTORIAS DEL METRO,hoy decidi acceder a tu blog.
No tengo palabras....gracias por tu
maravilloso trabajo.

Historias del Metro dijo...

incluso podría redondear la frase si dijera: "... y no nuestra imaginación?"

Isa dijo...

Ingrid, ya sabes que Dios te estará esperando...hazle un huequillo...

Hadasita dijo...

Yo tengo una perrita, Tesa, mezcla de caniche y bichón maltés: es un encanto, buena, juguetona, cariñosa... ¡la alegría de la casa!. Las mascotas son una bendición. Mi Tesa se tumba cada noche a mi ladito en la cama, y me escucha leer bajito, y cuando veo que se le van cerrando los ojos rezo susurrando mis últimas oraciones, y le aseguro que la mayoría de las veces diría que ella, sin palabras, por dentro, en su pequeño y misterioso corazoncito las reza conmigo...

Anónimo dijo...

...Y Cucho tuvo una hija, que se llamaba Rethy, como la segunda esposa del Rey Leopoldo III de Bélgica, y que vivió muchos años feliz en Arcentales.

Javi

Enrique Monasterio dijo...

Javi, eso no lo sabía yo. ¿Y hubo nietos?

Pierre Nodoyuna dijo...

Ah! Que bien se esta en casa!

Unknown dijo...

Creo que hubo nietos, pero yo les perdí la pista, aunque creo que alguno vivió en El Garmo, donde pasaban los veranos Mº Ángeles y Luís, con su larga y magnífica prole. El internado rompió mi idílica infancia y borró muchos de mis recuerdos rurales.

Javi

Anónimo dijo...

Le mando a uno de mis hijos la historia de Cucho, está en la edad y le vendrá de perlas.
Interesante el árbol genealógico de Cucho...

Anónimo dijo...

Yo antes no lloraba nunca. Era fuerte y resistía las penas. Aguanté sin llorar de pequeño cuando murió mi abuela, aunque sentí mucho su pérdida, no lloraba por casi nada. Tuve un amigo de la infancia, del colegio, compañero del equipo de ajedrez, que en plena edad del pavo se fue a otra ciudad, a otras tierras. Nos escribíamos cartas contándonos qué tal nos iba, él me contaba que en él siempre tendría un amigo para toda la vida, que siempre podría contar con él, y que la gente del norte éramos más nobles y fieles. Poco a poco fuimos perdiendo el contacto. Ël cayó en la droga, la esquizofrenia, y al cabo de los años, ya con treinta, volvimos a encontrarnos de nuevo viviendo en nuestra ciudad. Pero mi amigo ya no era exactamente él. Algo en él había cambiado y yo no reconocía en él a mi amigo de la infancia. Alguna tarde me la estropeó con su nuevo problema. Le agradecí mentalmente que al final y sin aviso no viniese a mi boda a la que le había invitado. Y un buen día su vida se terminó, viajando solo, al estrellar su coche contra un árbol. Su muerte no me afectó, casi era lo mejor que le podía haber pasado, que no matase a nadie ni hiciera sufrir más a su familia. Decidí ir a su funeral aunque no sintiera ya ninguna lástima. Pero antes de ir me encontré una de sus cartas, de las que me había enviado con catorce años, cuando era mi amigo, y leyendo lo que entonces me escribía rompí a llorar. Lloré por mi amigo, no por el que acababa de morir, sino por el que se había muerto hacía 15 años. Desde entonces soy llorón, muy llorón, pero no por eso soy menos fuerte, ni menos hombre, ahora lloro de pena, de alegría, de gratitud, de miseria, de humildad, lloro incluso lágrimas rosas, lloro en cada misa, y ahora lo que no comprendo es que los demás no lo hagan. Y el Señor me dice: Yo también soy llorón, lloré por mi amigo Lázaro, tanto que lo resucité. Y yo por mi amigo frente a un sagrario cerca del Serantes recé un Via Crucis este año.

Anónimo dijo...

Gracias ISA, ya pienso que es un deber hacer un huequillo. Y sé que Dios está allí haciendome señas para que no me aleje más... por ahora leerlos a todos en este blog me llena de mucho aliento.
Bendiciones
Ingrid