Alumnos de nieve

Ha nevado en Madrid, pero sin ganas, como si fuera el último esfuerzo de este extraño invierno que ya termina.

Eran las nueve y media de la mañana y yo había comenzado a dar una clase sobre la culpa y el perdón, que anuncié con cierta solemnidad. Los alumnos de primero parecían nerviosos y un tanto distraídos. Traté de encelarlos en mi capote contándoles una historia dura pero real. Mientras lo hacía, al otro lado del cristal, comenzaban a caer unos tímidos copos, que agonizaban antes de llegar al suelo.

La nieve es silencio. Todo calla cuando nieva; hasta los gorriones de patio. Instintivamente bajé el tono de voz. Los chicos y las chicas me miraban como traspuestos, sin decir ni media palabra. Era un milagro. Ni siquiera reaccionaban en los momentos que yo había previsto. Por un momento pensé que se me habían convertido en muñecos de nieve.

Al terminar, traté de agitarlos un poco. Gracias a Dios pude comprobar que estaban vivos.

Unos minutos más tarde vinieron a verme dos de los asistentes:

―Queremos hablar con usted.

―¿Los dos?

―Bueno; uno a uno.

A las doce y media brillaba el sol y repetí la misma clase a otro curso. También éstos me miraban en absoluto silencio. ¿Habrán madurado de repente?

Procuré de hablar en voz baja para no despertar a Javi, que dormía plácido en la primera fila.