sábado, 29 de marzo de 2008

Emaús (y IV)



El desconocido se situó entre Cleofás y yo, y empezó a hablar. Ahora, al recordar su discurso, me viene a la memoria la firmeza de sus palabras y la autoridad con que pronunciaba cada frase; pero no soy capaz de describir el tono ni el volumen de su voz. Creo que era como un susurro, aunque cada sílaba que salía de su boca nos golpeaba el fondo del alma como un grito.

Nos llamó torpes, necios, incrédulos, pero ninguna de esas palabras parecía una ofensa, sino una caricia. Era formidable comprender que, en efecto, éramos todo eso y que, por lo tanto, podíamos estar equivocados y aún había esperanza.

Nos explicó la Escritura, el sentido profundo y luminoso de la historia de Israel y de la Alianza de Yahvé con nuestros padres en el Sinaí, las promesas de Dios, las infidelidades constantes del pueblo, las llamadas de los profetas… Y recitó despacio unos versos del Isaías que conocíamos de memoria:

Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta.

¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado.

El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados.

Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros.

Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca.

Tras arresto y juicio fue arrebatado, y de sus contemporáneos, ¿quién se preocupa? Fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo ha sido herido…

Recordé al Rabí que nos explicó en la sinagoga este pasaje. Nos dijo que era una alegoría de los sufrimientos del pueblo de Israel. Ya entonces me pareció una extraña alegoría. Ahora Jesús la había vivido al pie de la letra, pero yo me resistía a aceptarlo.

—¿No comprendéis que era necesario que el Cristo padeciera todo eso para entrar en su gloria…?

La verdad es que no, no lo entendíamos aún. Sin embargo aquellas palabras parecían haber alterado todo: el viento frío se había transformado en una suave brisa, el sol, ya sin nubes que atenuasen su luz, se disponía a caer sobre las montañas en una sinfonía de colores rojos y violetas, y nuestro ánimo, por alguna razón difícil de entender, se había encendido de nuevo como la luna llena de Pascua.

Emaús estaba a la vista. Mi casa seguía tan blanca como hace tres años, y el huerto no parecía abandonado. Mi perro, que ya no era mío, puesto que lo regalé a mi vecino Samuel, vino corriendo hacia nosotros para darnos la bienvenida, y, antes de que nos diéramos cuenta, el desconocido se alejaba por el camino.

—¡Eh, tú…! ¡Quédate con nosotros. Ya anochece…!

En la mesa de mi casa alguien había dejado un pan y una jarra de vino. Quizá fue Samuel, pero no me atreví a salir para preguntárselo. Nos sentamos. Empecé a temblar antes de que ocurriese nada. El Señor tomó el pan, y yo le pregunte:

—¿Quién eres?

Jesús dividió el pan como sólo Él lo hacía.

—Sabes muy bien, quién soy —me contestó—.

Le miré a los ojos. Era el vivo retrato de María.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Es precioso, D. Enrique! Me ha pillado la vena emotiva.
Siento una envidia muy grande de los discípulos de Emaús. Yo sólo me conformaría con oir su voz (la de Jesús, claro). Si me mirara ya... ¡me moriría!
Me siento mirada por El, pero no veo su mirada.

Juanan dijo...

¡Qué bueno!