Durante los últimos días me han venido a la memoria más de una vez los años que pasé en Roma, mientras se celebraba la gran asamblea del Concilio Vaticano II. Fueron años estupendos, sin duda, sobre todo cuando se contemplan desde el recuerdo. Quizá no pensaba lo mismo mientras tenían lugar los debates conciliares, las enmiendas, las rectificaciones, las dudas y algunas intervenciones pintorescas que determinados periódicos llevaban invariablemente a sus portadas aunque no encontrasen el menor respaldo por parte de la mayoría de los obispos.
Los más sensatos recordaron entonces aquella vieja afirmación: "En los concilios, hay un tiempo de los hombres, un tiempo del Diablo, y un tiempo de Dios". En otras palabras: el clima asambleario puede ser muy útil en la medida que contribuya a que se haga la luz y Dios diga la última palabra, pero la asamblea no puede ser un modo de vida permanente. El "espíritu conciliar" se alimenta de los frutos del Concilio, es decir, de sus documentos, no del ruido previo.
Ahora, con motivo del Sínodo extraordinario sobre la familia, se ha repetido la historia. Los padres sinodales han hablado con libertad y han escuchado con humildad, como les pidió el Papa Francisco. Han recordado la verdad del hombre y de la familia, y también han reclamado misericordia, apertura de corazón ante situaciones y circunstancias irregulares. La prensa se ha hecho eco de todos esos debates y han buscado, sobre todo, titulares; pero lo que cuenta es el final.
Este es el mensaje del Sínodo para todos los hombres. Vale la pena leerlo sin "intermediarios" interesados y seguir rezando por el Papa y por los obispos de la Iglesia.
Los Padres Sinodales, reunidos en
Roma junto al Papa Francisco en la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los
Obispos, nos dirigimos a todas las familias de los distintos continentes y en
particular a aquellas que siguen a Cristo, que es camino, verdad y vida.
Manifestamos nuestra admiración y gratitud por el testimonio cotidiano que
ofrecen a la Iglesia y al mundo con su fidelidad, su fe, su esperanza y su
amor.
Nosotros, pastores de la Iglesia,
también nacimos y crecimos en familias con las más diversas historias y
desafíos. Como sacerdotes y obispos nos encontramos y vivimos junto a familias
que, con sus palabras y sus acciones, nos mostraron una larga serie de
esplendores y también de dificultades.
La misma preparación de esta
asamblea sinodal, a partir de las respuestas al cuestionario enviado a las
Iglesias de todo el mundo, nos permitió escuchar la voz de tantas experiencias
familiares. Después, nuestro diálogo durante los días del Sínodo nos ha
enriquecido recíprocamente, ayudándonos a contemplar toda la realidad viva y
compleja de las familias.
Queremos presentarles las palabras
de Cristo: “Yo estoy ante la puerta y llamo, Si alguno escucha mi voz y me abre
la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Como lo hacía
durante sus recorridos por los caminos de la Tierra Santa, entrando en las
casas de los pueblos, Jesús sigue pasando hoy por las calles de nuestras
ciudades.
En sus casas se viven a menudo luces
y sombras, desafíos emocionantes y a veces también pruebas dramáticas. La
oscuridad se vuelve más densa, hasta convertirse en tinieblas, cundo se
insinúan el mal y el pecado en el corazón mismo de la familia.
Ante todo, está el desafío de la
fidelidad en el amor conyugal. La vida familiar suele estar marcada por el
debilitamiento de la fe y de los valores, el individualismo, el empobrecimiento
de las relaciones, el stress de una ansiedad que descuida la reflexión serena.
Se asiste así a no pocas crisis matrimoniales, que se afrontan de un modo
superficial y sin la valentía de la paciencia, del diálogo sincero, del perdón
recíproco, de la reconciliación y también del sacrificio. Los fracasos dan
origen a nuevas relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y nuevos
matrimonios, creando situaciones familiares complejas y problemáticas para la
opción cristiana.
Entre tantos desafíos queremos
evocar el cansancio de la propia existencia. Pensamos en el sufrimiento de un
hijo con capacidades especiales, en una enfermedad grave, en el deterioro
neurológico de la vejez, en la muerte de un ser querido. Es admirable la
fidelidad generosa de tantas familias que viven estas pruebas con fortaleza,
fe y amor, considerándolas no como algo que se les impone, sino como un don
que reciben y entregan, descubriendo a Cristo sufriente en esos cuerpos
frágiles.
Pensamos en las dificultades
económicas causadas por sistemas perversos, originados “en el fetichismo del
dinero y en la dictadura de una economía sin rostro y sin un objetivo
verdaderamente humano” (Evangelii gaudium,
55), que humilla la dignidad de las personas.
Pensamos en el padre o en la madre
sin trabajo, impotentes frente a las necesidades aun primarias de su familia, o
en los jóvenes que transcurren días vacíos, sin esperanza, y así pueden ser
presa de la droga o de la criminalidad.
Pensamos también en la multitud de
familias pobres, en las que se aferran a una barca para poder sobrevivir, en
las familias prófugas que migran sin esperanza por los desiertos, en las que
son perseguidas simplemente por su fe o por sus valores espirituales y
humanos, en las que son golpeadas por la brutalidad de las guerras y de
distintas opresiones.
Pensamos también en las mujeres que
sufren violencia, y son sometidas al aprovechamiento, en la trata de personas,
en los niños y jóvenes víctimas de abusos también de parte de aquellos que debían
cuidarlos y hacerlos crecer en la confianza, y en los miembros de tantas
familias humilladas y en dificultad. Mientras tanto, “la cultura del bienestar
nos anestesia y […] todas estas vidas truncadas por la falta de posibilidades
nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera” (Evangelii gaudium, 54). Reclamamos a los
gobiernos y a las organizaciones internacionales que promuevan los derechos de
la familia para el bien común.
Cristo quiso que su Iglesia sea una
casa con la puerta siempre abierta, recibiendo a todos sin excluir a nadie.
Agradecemos a los pastores, a los fieles y a las comunidades dispuestos a
acompañar y a hacerse cargo de las heridas interiores y sociales de los
matrimonios y de las familias.
***
También está la luz que resplandece
al atardecer detrás de las ventanas en los hogares de las ciudades, en las
modestas casas de las periferias o en los pueblos, y aún en viviendas muy
precarias. Brilla y calienta cuerpos y almas. Esta luz, en el compromiso
nupcial de los cónyuges, se enciende con el encuentro: es un don, una gracia
que se expresa –como dice el Génesis (2, 18)– cuando los dos rostros están
frente a frente, en una “ayuda adecuada”, es decir semejante y recíproca. El
amor del hombre y de la mujer nos enseña que cada uno necesita al otro para
llegar a ser él mismo, aunque se mantiene distinto del otro en su identidad,
que se abre y se revela en el mutuo don. Es lo que expresa de manera sugerente
la mujer del Cantar de los Cantares: “Mi amado es mío y yo soy suya… Yo soy de
mi amado y él es mío” (Ct 2, 17; 6, 3).
El itinerario, para que este
encuentro sea auténtico, comienza en el noviazgo de la espera y de la
preparación. Se realiza en plenitud en el sacramento del matrimonio, donde
Dios pone su sello, su presencia y su gracia. Este camino conoce también la
sexualidad, la ternura y la belleza, que perduran aun más allá del vigor y de
la frescura juvenil. El amor tiende por su propia naturaleza a ser para
siempre, hasta dar la vida por la persona amada (cf. Jn 15, 13). Bajo esta luz,
el amor conyugal, único e indisoluble, persiste a pesar de las múltiples
dificultades del límite humano, y es uno de los milagros más bellos, aunque
también es el más común.
Este amor se difunde naturalmente a
través de la fecundidad y la generatividad,
que no es sólo la procreación, sino también el don de la vida divina en el
bautismo, la educación y la catequesis de los hijos. Es también capacidad de
ofrecer vida, afecto, valores, una experiencia posible también para quienes no
pueden tener hijos. Las familias que viven esta aventura luminosa se convierten
en un testimonio para todos, en particular para los jóvenes.
Durante este camino, que a veces es
un sendero de montaña, con cansancios y caídas, siempre está la presencia y la
compañía de Dios. La familia lo experimenta en el afecto y en el diálogo entre
marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas.
Además lo vive cuando se reúne para
escuchar la Palabra de Dios y para orar juntos, en un pequeño oasis del
espíritu que se puede crear por un momento cada día. También está el empeño
cotidiano de la educación en la fe y en la vida buena y bella del Evangelio, en
la santidad.
Esta misión es frecuentemente
compartida y ejercitada por los abuelos y las abuelas con gran afecto y
dedicación. Así la familia se presenta como una auténtica Iglesia doméstica,
que se amplía a esa familia de familias que es la comunidad eclesial. Por otra
parte, los cónyuges cristianos son llamados a convertirse en maestros de la fe
y del amor para los matrimonios jóvenes.
Hay otra expresión de la comunión
fraterna, y es la de la caridad, la entrega, la cercanía a los últimos, a los
marginados, a los pobres, a las personas solas, enfermas, extrajeras, a las
familias en crisis, conscientes de las palabras del Señor: “Hay más alegría en
dar que en recibir” (Hch 20, 35). Es una entrega de bienes, de compañía, de
amor y de misericordia, y también un testimonio de verdad, de luz, de sentido
de la vida.
La cima que recoge y unifica todos
los hilos de la comunión con Dios y con el prójimo es la Eucaristía dominical,
cuando con toda la Iglesia la familia se sienta a la mesa con el Señor. Él se
entrega a todos nosotros, peregrinos en la historia hacia la meta del encuentro
último, cuando Cristo “será todo en todos” (Col 3, 11). Por eso, en la primera
etapa de nuestro camino sinodal, hemos reflexionado sobre el acompañamiento
pastoral y sobre el acceso a los sacramentos de
los divorciados en nueva unión.
Nosotros, los Padres Sinodales,
pedimos que caminen con nosotros hacia el próximo Sínodo. Entre
ustedes late la presencia de la familia de Jesús, María y José en su modesta
casa. También nosotros, uniéndonos a la familia de Nazaret, elevamos al Padre
de todos nuestra invocación por las familias de la tierra:
Padre, regala a todas las familias
la presencia de esposos fuertes y sabios, que sean manantial de una familia
libre y unida.
Padre, da a los padres una casa para
vivir en paz con su familia.
Padre, concede a los hijos que sean
signos de confianza y de esperanza y a jóvenes el coraje del compromiso estable
y fiel.
Padre, ayuda a todos a poder ganar
el pan con sus propias manos, a gustar la serenidad del espíritu y a mantener
viva la llama de la fe también en tiempos de oscuridad.
Padre, danos la alegría de ver
florecer una Iglesia cada vez más fiel y creíble, una ciudad justa y humana, un
mundo que ame la verdad, la justicia y la misericordia.
3 comentarios:
Muchisimas gracias!!!
El que quiera entender, que entienda
Precioso. Entrañable, y completo. Que humilde se siente una cuando los obispos del mundo nos agradecen el testimonio de "fidelidad, de fe, de esperanza y de amor".
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