domingo, 19 de octubre de 2014

El Sínodo de la Familia

Durante los últimos días me han venido a la memoria más de una vez los años que pasé en Roma, mientras se celebraba la gran asamblea del Concilio Vaticano II. Fueron años estupendos, sin duda, sobre todo cuando se contemplan desde el recuerdo. Quizá no pensaba lo mismo mientras tenían lugar los debates conciliares, las enmiendas, las rectificaciones, las dudas y algunas intervenciones pintorescas que determinados periódicos llevaban invariablemente a sus portadas aunque no encontrasen el menor respaldo por parte de la mayoría de los obispos.
Los más sensatos recordaron entonces aquella vieja afirmación: "En los concilios, hay un tiempo de los hombres, un tiempo del Diablo, y un tiempo de Dios". En otras palabras: el clima asambleario puede ser muy útil en la medida que contribuya a que se haga la luz y Dios diga la última palabra, pero la asamblea no puede ser un modo de vida permanente. El "espíritu conciliar" se alimenta de los frutos del Concilio, es decir, de sus documentos, no del ruido previo.
Ahora, con motivo del Sínodo extraordinario sobre la familia, se ha repetido la historia. Los padres sinodales han hablado con libertad y han escuchado con humildad, como les pidió el Papa Francisco. Han recordado la verdad del hombre y de la familia, y también han reclamado misericordia, apertura de corazón ante situaciones y circunstancias irregulares. La prensa se ha hecho eco de todos esos debates y han buscado, sobre todo, titulares; pero lo que cuenta es el final.
Este es el mensaje del Sínodo para todos los hombres. Vale la pena leerlo sin "intermediarios" interesados y seguir rezando por el Papa y por los obispos de la Iglesia.
 


  
Los Padres Sinodales, reunidos en Roma junto al Papa Francisco en la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, nos dirigimos a todas las familias de los distintos continentes y en particular a aquellas que siguen a Cristo, que es camino, verdad y vida. Manifestamos nuestra admiración y gratitud por el testimonio cotidiano que ofrecen a la Iglesia y al mundo con su fidelidad, su fe, su esperanza y su amor.
Nosotros, pastores de la Iglesia, también nacimos y crecimos en familias con las más diversas his­torias y desafíos. Como sacerdotes y obispos nos encontramos y vivimos junto a familias que, con sus palabras y sus  acciones, nos mostraron una larga serie de esplendores y también de dificulta­des.
La misma preparación de esta asamblea sinodal, a partir de las respuestas al cuestionario enviado a las Iglesias de todo el mundo, nos permitió escuchar la voz de tantas experiencias familiares. Des­pués, nuestro diálogo durante los días del Sínodo nos ha enriquecido recíprocamente, ayudándo­nos a contemplar toda la realidad viva y compleja de las familias.
Queremos presentarles las palabras de Cristo: “Yo estoy ante la puerta y llamo, Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Como lo hacía durante sus recorridos por los caminos de la Tierra Santa, entrando en las casas de los pueblos, Jesús sigue pasando hoy por las calles de nuestras ciudades.
En sus casas se viven a menudo luces y sombras, desafíos emocionantes y a veces también pruebas dramáticas. La oscuridad se vuelve más densa, hasta convertirse en tinieblas, cundo se insinúan el mal y el pecado en el corazón mismo de la familia.
Ante todo, está el desafío de la fidelidad en el amor conyugal. La vida familiar suele estar marcada por el debilitamiento de la fe y de los valores, el individualismo, el empobrecimiento de las relacio­nes, el stress de una ansiedad que descuida la reflexión serena. Se asiste así a no pocas crisis ma­trimoniales, que se afrontan de un modo superficial y sin la valentía de la paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de la reconciliación y también del sacrificio. Los fracasos dan origen a nuevas relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando situaciones familiares complejas y problemáticas para la opción cristiana.
Entre tantos desafíos queremos evocar el cansancio de la propia existencia. Pensamos en el sufri­miento de un hijo con capacidades especiales, en una enfermedad grave, en el deterioro neuroló­gico de la vejez, en la muerte de un ser querido. Es admirable la fidelidad generosa de tantas fami­lias que viven estas pruebas con fortaleza, fe y amor, considerándolas no como algo que se les im­pone, sino como un don que reciben y entregan, descubriendo a Cristo sufriente en esos cuerpos frágiles.
Pensamos en las dificultades económicas causadas por sistemas perversos, originados “en el feti­chismo del dinero y en la dictadura de una economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” (Evangelii gaudium, 55), que humilla la dignidad de las personas.
Pensamos en el padre o en la madre sin trabajo, impotentes frente a las necesidades aun primarias de su familia, o en los jóvenes que transcurren días vacíos, sin esperanza, y así pueden ser presa de la droga o de la criminalidad.
Pensamos también en la multitud de familias pobres, en las que se aferran a una barca para poder sobrevivir, en las familias prófugas que migran sin esperanza por los desiertos, en las que son per­seguidas simplemente por su fe o por sus valores espirituales y humanos, en las que son golpeadas por la brutalidad de las guerras y de distintas opresiones.
Pensamos también en las mujeres que sufren violencia, y son sometidas al aprovechamiento, en la trata de personas, en los niños y jóvenes víctimas de abusos también de parte de aquellos que deb­ían cuidarlos y hacerlos crecer en la confianza, y en los miembros de tantas familias humilladas y en dificultad. Mientras tanto, “la cultura del bienestar nos anestesia y […] todas estas vidas trunca­das por la falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos al­tera” (Evangelii gaudium, 54). Reclamamos a los gobiernos y a las organizaciones internacionales que promuevan los derechos de la familia para el bien común.
Cristo quiso que su Iglesia sea una casa con la puerta siempre abierta, recibiendo a todos sin excluir a nadie. Agradecemos a los pastores, a los fieles y a las comunidades dispuestos a acompañar y a hacerse cargo de las heridas interiores y sociales de los matrimonios y de las familias.
***
También está la luz que resplandece al atardecer detrás de las ventanas en los hogares de las ciuda­des, en las modestas casas de las periferias o en los pueblos, y aún en viviendas muy precarias. Bri­lla y calienta cuerpos y almas. Esta luz, en el compromiso nupcial de los cónyuges, se enciende con el encuentro: es un don, una gracia que se expresa –como dice el Génesis (2, 18)– cuando los dos rostros están frente a frente, en una “ayuda adecuada”, es decir semejante y recíproca. El amor del hombre y de la mujer nos enseña que cada uno necesita al otro para llegar a ser él mismo, aunque se mantiene distinto del otro en su identidad, que se abre y se revela en el mutuo don. Es lo que expresa de manera sugerente la mujer del Cantar de los Cantares: “Mi amado es mío y yo soy suya… Yo soy de mi amado y él es mío” (Ct 2, 17; 6, 3).
El itinerario, para que este encuentro sea auténtico, comienza en el noviazgo de la espera y de la preparación. Se realiza en plenitud en el sacramento del matrimonio, donde Dios pone su se­llo, su presencia y su gracia. Este camino conoce también la sexualidad, la ternura y la belleza, que perduran aun más allá del vigor y de la frescura juvenil. El amor tiende por su propia naturaleza a ser para siempre, hasta dar la vida por la persona amada (cf. Jn 15, 13). Bajo esta luz, el amor con­yugal, único e indisoluble, persiste a pesar de las múltiples dificultades del límite humano, y es uno de los milagros más bellos, aunque también es el más común.
Este amor se difunde naturalmente a través de la fecundidad y la generatividad, que no es sólo la procreación, sino también el don de la vida divina en el bautismo, la educación y la catequesis de los hijos. Es también capacidad de ofrecer vida, afecto, valores, una experiencia posible también para quienes no pueden tener hijos. Las familias que viven esta aventura luminosa se convierten en un testimonio para todos, en particular para los jóvenes.
Durante este camino, que a veces es un sendero de montaña, con cansancios y caídas, siempre está la presencia y la compañía de Dios. La familia lo experimenta en el afecto y en el diálogo entre ma­rido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas.
Además lo vive cuando se reúne para escuchar la Palabra de Dios y para orar juntos, en un pequeño oasis del espíritu que se puede crear por un momento cada día. También está el empeño cotidiano de la educación en la fe y en la vida buena y bella del Evangelio, en la santidad.
Esta misión es frecuentemente compartida y ejercitada por los abuelos y las abuelas con gran afecto y dedicación. Así la familia se presenta como una auténtica Iglesia doméstica, que se amplía a esa familia de familias que es la comunidad eclesial. Por otra parte, los cónyuges cristianos son llama­dos a convertirse en maestros de la fe y del amor para los matrimonios jóvenes.
Hay otra expresión de la comunión fraterna, y es la de la caridad, la entrega, la cercanía a los últi­mos, a los marginados, a los pobres, a las personas solas, enfermas, extrajeras, a las familias en crisis, conscientes de las palabras del Señor: “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20, 35). Es una entrega de bienes, de compañía, de amor y de misericordia, y también un testimonio de verdad, de luz, de sentido de la vida.
La cima que recoge y unifica todos los hilos de la comunión con Dios y con el prójimo es la Euca­ristía dominical, cuando con toda la Iglesia la familia se sienta a la mesa con el Señor. Él se entrega a todos nosotros, peregrinos en la historia hacia la meta del encuentro último, cuando Cristo “será todo en todos” (Col 3, 11). Por eso, en la primera etapa de nuestro camino sinodal, hemos reflexio­nado sobre el acompañamiento pastoral y sobre el acceso a los sacramentos de los divorciados en nueva unión.
Nosotros, los Padres Sinodales, pedimos que caminen con nosotros hacia el próximo Sínodo.   En­tre ustedes late la presencia de la familia de Jesús, María y José en su modesta casa. También no­sotros, uniéndonos a la familia de Nazaret, elevamos al Padre de todos nuestra invocación por las familias de la tierra:
Padre, regala a todas las familias la presencia de esposos fuertes y sabios, que sean manantial de una familia libre y unida.
Padre, da a los padres una casa para vivir en paz con su familia.
Padre, concede a los hijos que sean signos de confianza y de esperanza y a jóvenes el coraje del compromiso estable y fiel.
Padre, ayuda a todos a poder ganar el pan con sus propias manos, a gustar la serenidad del espíritu y a mantener viva la llama de la fe también en tiempos de oscuridad.
Padre, danos la alegría de ver florecer una Iglesia cada vez más fiel y creíble, una ciudad justa y humana, un mundo que ame la verdad, la justicia y la misericordia.



3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muchisimas gracias!!!

Aldebarán dijo...

El que quiera entender, que entienda

yomisma dijo...

Precioso. Entrañable, y completo. Que humilde se siente una cuando los obispos del mundo nos agradecen el testimonio de "fidelidad, de fe, de esperanza y de amor".