Tenía yo 12 años cuando me rompí la cabeza. No fui a la UVI porque entonces no existían esas modernidades. En estos casos, lo previsto era ingresar directamente en la tumba. Yo, en la Clínica del doctor San Sebastián, me moría a chorros cuando llegó usted.
Se sentó junto a mi cama, me dio la extremaunción y la absolución. Luego me fue repitiendo jaculatorias al oído que, a pesar de estar en coma, pude oír con toda claridad. No sé cuánto tiempo estuvo así; quizá toda la tarde. Por la noche, yo aún seguía en este mundo; pero mis padres estaban destrozados. Entonces agarró del brazo a mi padre y le dijo:
—Manolo, vamos a charlar.
Entraron en una salita; introdujo la mano en el insondable bolsillo de su sotana, y sacó…, una botella de coñac. Mi padre recuperó el ánimo gracias a un par de copas y a sus palabras. Hasta pudo dormir unas horas. Usted también durmió, don Jesús, pero en el suelo de otra habitación. Trató de que nadie se enterara, pero mi padre lo descubrió a media noche.
Cuando me hablan del espíritu sacerdotal siempre recuerdo esta historia. Ser cura es eso: vivir en el Cielo sin despegarse un milímetro de la tierra; ser muy de Dios y tener un corazón tan grande, humano, sobrenatural, acogedor y generoso como el propio Corazón de Jesucristo.
Pasaron los años. Yo me ordené sacerdote y, naturalmente, le pedí que predicara en mi Primera Misa Solemne. Luego me admitió en su “Mundo Cristiano” y me ha dejado pensar por libre durante los últimos 18 años. Y seguí leyendo sus libros y su vida. Porque, querido don Jesús, la vida de un sacerdote santo es siempre mucho más elocuente que todos los escritos y programas de televisión.
Una virtud más. Sólo una: su total disponibilidad para cualquier tarea que le encargaran. Madrid es una ciudad grande y compleja en la que lo ordinario es que surjan problemas inesperados que hay que resolver con urgencia. Muchas veces es preciso contar con un sacerdote todoterreno que sirva lo mismo para un roto que para un descosido. Es cierto que todos procuramos arrimar el hombro, pero, al final, el que siempre podía, el que no tenía horario, el que encontraba un hueco era usted.
Voy a terminar recordando nuestra última estancia en Molinoviejo, la casa de retiros de Segovia donde escribió en menos de un mes “El Valor divino de lo humano”.
Estaba usted ya muy limitado. Apenas podía caminar. Se habían borrado casi todos los nombres de su memoria, aunque no de su corazón. Nos pidió que le escribiéramos el horario en un folio con letra bien grande y clara, de ordenador. Lo llevó siempre encima y, cada vez q

ue me veía, preguntaba:
—¿Qué hago ahora? ¿Qué toca?
Tenía razón, don Jesús; la santidad se resume en hacer en cada momento lo que toca. Ahora “le toca” gozar de Dios para siempre y acordarse de nosotros para que seamos dignos de estar un día a su lado.
En Gaztelueta con José Luis González-Simancas