miércoles, 9 de julio de 2008

Recuerdos demasiado personales de Gaztelueta (I)

Hace unos día prometí aquí escribir algunos recuerdos de mis viejos profesores de Gaztelueta.

Gaztelueta es un colegio de Enseñanza Media que se empina sobre el Cantábrico desde una colina en el municipio de Leioa. Allí estudié todo el bachillerato en la década de los cincuenta, y allí regreso con frecuencia, cada vez que me acerco a Bilbao.

Un compañero de curso me dijo no hace mucho que había leído lo que escribí con motivo de los 50 años del colegio y que le había gustado, a pesar de que mis elogios a los profesores le parecían un tanto exagerados.

Pensé entonces que valdría la pena reproducir aquí aquel largo artículo. En realidad se trata de un capítulo del libro que editaron en Gaztelueta, en 2002, con ocasión de sus bodas de oro.

Lo releo ahora y veo no está mal. Quizá debería aclarar algunas cosas, pero lo dejaré tal cual, y me servirá como introducción para seguir escribiendo sobre mis profes.

Esta vez no tendré más remedio que trocearlo y publicarlo poco a poco. Es demasiado largo.



He contado tantas veces esta historia, que empiezo a desconfiar de mis propios recuerdos. Tal vez, de tanto adornarlos, me he inventado la mitad de la película, y sin querer estoy engañando a medio mundo. Estas cosas ocurren, desde luego. Por eso, ahora, cuando me piden que ponga por escrito algunas anécdotas de “los primeros tiempos” de Gaztelueta, de nuevo me lleno de dudas.

He hablado en centenares de tertulias —creo que no exagero— de cada profesor, desde don Jesús a José Luis Mota, pasando por Vlado, Vicente Garín, Pedro Plans, Pepe Alzuet, Joaquín Andrada, don Álvaro Calleja, Isidoro Rasines…; he recordado “la filobusa”, el arcaico autobús que Joshe Mari pilotaba con pericia; Kerr (¿se llamaba así aquel perrazo pacífico que nos comía los bocadillos por la mañana?); el viejo himno del colegio, que ya nadie conoce, la Boronita, los primeros jugadores de balonmano…, y me han pedido mil veces que vuelva a contar “lo de mi accidente”, que es lo único que no recuerdo en absoluto, porque con el castañazo se me averió el disco duro y la memoria.

Supongo que no puedo resistirme. Trataré, una vez más, de rebobinar la película. Ya lo hice con motivo del 25º aniversario; pero ahora, con el paso de los años, creo puedo permitirme el lujo de ponerme colorado, repetirme un poco y contar alguna historia más personal. ¿Demasiado personal? Quizá sí; pero me siento incapaz de hablar de Gaztelueta desde fuera, con objetividad. Para mí, como para muchos antiguos alumnos, Gaztelueta ha sido bastante más que un Colegio. Y, aunque han cambiado muchas cosas, muchas otras permanecen inalterables, gracias a Dios. Quizá por eso, cada vez que vengo a esta tierra, necesito entrar en el viejo chalet y contemplar la puesta de sol sobre el Serantes, siempre idéntica y distinta a la de entonces.

Ahora mismo, mientras empiezo a llenar la pantalla del ordenador, intento volver allí y empaparme de esa luz que desciende sobre el Abra y que tantas veces pintó con maestría Pepe Alzuet.

Si alguno de los viejos detecta un exceso de imaginación y un tono demasiado rosáceo en las descripciones, la culpa será del Serantes; pero por favor que no se lo cuente a nadie. Al fin y al cabo uno, que empieza ya a chochear, tiene derecho a olvidar los malos recuerdos y a envolver los buenos con el amable celofán de la añoranza.

sobre CHARCOS.

Desde mi casa al colegio de los agustinos había charcos de muchos tipos: charcos efímeros de temporada y charcos de aguas perennes, casi navegables; charcos embarrados y charcos de aguas limpias muy útiles para quitarse el barro de los charcos sucios; charcos con musgo y charcos de pisar con energía para rociar al prójimo; charcos arenosos, como de playa, y charcos de olores exóticos y contenido incierto; charcos con sapaburus, que es como llaman en euskera a los renacuajos, y charcos sin vida. A mis diez años, habría sido capaz de editar una guía para quien quisiera vadearlos y sintiese, como yo, la llamada irresistible de los charcos. En esto, como en tantas cosas, me sentía profundamente incomprendido por mi madre.

Un día tuve que cambiar la ruta habitual. Mi padre nos llamó a mi hermano Manolo y a mí, y nos comunicó escuetamente:

—El curso que viene iréis a un Colegio nuevo, que se llama el Opus Dei. Está en el chalet de Menchaca.

Aquello era una novedad. En 1951 los colegios de enseñanza media eran escasos y siempre caían muy lejos. En el municipio de Lejona no había ninguno, que yo recuerde, y en Neguri sólo existía el pequeño centro de enseñanza primaria que dirigían los Padres Agustinos junto a la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen. En él dimos con nuestros huesos hasta que la familia se trasladó a Bilbao para estar más cerca de Indautxu.

Gracias a Dios, aquello duró poco. En verano volvimos a Negurigane, y allí me enteré del cambio.

—Os esperan mañana por la mañana para conoceros y hacer un examen. Dicen que vayáis solos —concluyó mi padre—.

El plan no me hizo mucha gracia. Manolo, que ya entonces era un chuleta impenitente, se manejaba bien con los adultos, pero a mí me daba una vergüenza espantosa la perspectiva de saludar a unas personas mayores a quienes no conocía, y que me iban a examinar Dios sabe de qué.

Eso de el Opus Dei me sonaba a chino. Por lo visto a mi padre también, ya que pensó que se era el nombre del Colegio. Otro tanto suponían la mayor parte de los chavales que conocíamos por la zona.

Camino de aquel nuevo centro docente, tuve ocasión de profundizar en el estudio de los charcos vírgenes que iba descubriendo por la zona de Artaza. Creo que llovía. No estoy muy seguro, pero estadísticamente es lo más probable. En todo caso, el camino era arcilloso y de trazado algo confuso.

Manolo y yo solíamos ir juntos, aunque jamás revueltos. Él siempre caminaba cinco o seis pasos por delante sin dirigirme la palabra más que cuando era estrictamente necesario. Yo marchaba despacio, con las medias caídas y arrastrando las botas.

Descubrimos montones de atajos, nos comimos todas las moras que encontramos a nuestro paso, nos perdimos cinco o seis veces y, por fin, nos colamos en una finca desconocida saltando la cerca de alambre. A los pocos metros vimos a una señora vestida con bata blanca.

—¿Es esto el Opus Dei?

—Esto es Gaztelueta… ¿Se puede saber a dónde vais?

—A un colegio que…

—Ya. Pues volved a salir por donde habéis venido, dad la vuelta y entrad por la puerta como todo el mundo.

Diez minutos más tarde estábamos frente al chalet.

Nunca olvidaré aquella primera impresión: era la casa más bonita que había visto en toda mi vida y lo menos parecido a un colegio que pudiera imaginarse.

Hasta ese momento siempre había entendido que un colegio era un colegio, y una casa una casa. Si encima la casa era tan preciosa como aquella, no cabía más que una explicación: habíamos vuelto a perdernos, y era preciso emprender una retirada estratégica.

Estábamos a punto de dar la vuelta cuando oímos una voz:

—¿Y vosotros quiénes sois?

Era un señor mayor. Lo menos tenía veinticinco años o más. Era rubio, vestía una chaqueta de lana marrón y usaba unas gafas sin montura de las que entonces llamaban Truman, y que siempre han estado más o menos de moda.

Le dijimos nuestros nombres, y nos dio la mano como si fuésemos gente importante. Dijo que se llamaba Vicente Garín, y, dirigiendo la vista hacia el chalet, preguntó:

—¿Os gusta la casa?

continuará

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gusta la casa y el relato más. He visto a Manolo caminar delante de Ud. sus medias caidas u su apuro por el saludo. Nos hace vivir nuestro tiempo feliz a los que ya ibamos al colegio en 1951, un saludo amistoso. CORDOBESA

Adaldrida dijo...

jo qué guay. Ya siento el lenguaje infantil, pero es que los buenos recuerdos emocionan siempre, y más contados como usted los cuenta. Creo que tuvo una infancia feliz como la mía, por eso ha podido escribir El Belén que puso Dios...

Iñigo Urien Azpitarte dijo...

Hola Enrique. Soy antiguo alumno de Gaztelueta. Me ha emocionado lo que he leido. en estos momentos, con 38 años y una hija de cuatro, me he embracado, seguramente por el sentido de la libertad que mamé en gaztelueta, en la impresionante tarea de luchar contra la actual forma en que está regulada la asinatura EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA que a buen seguro san josemaría se habría negado a impartir. Un abrazo y seguiré leyendo el blog. Fdo Iñigo urien Azpitarte