jueves, 10 de julio de 2008

Recuerdos demasiado personales de Gaztelueta (III)


La sinceridad no se castigaba jamás.

Los alumnos éramos conscientes de que la mejor manera de evitar represalias o posibles castigos, era decir la verdad.

En cierta ocasión, sin embargo, llegó un profesor nuevo, cuyo nombre no diré, que aún no estaba familiarizado con este modo de actuar, y en una de las primeras clases sacó a un chaval a la pizarra. Tendríamos por entonces 11 o 12 años.

—A ver —le dijo—, ¿cuánto has estudiado?

El alumno contestó la verdad:

—Nada.

—Bueno. Puedes sentarte —concluyó—. Tienes un cero.

Tan injusto nos pareció aquello, que fuimos inmediatamente a protestar al director.

—Don Fulano —le dijimos— no se entera de nada. La próxima vez que nos pregunte si hemos estudiado, le engañaremos para que no nos suspenda.

Al día siguiente, aquel profesor nos pidió perdón:

—Teníais razón —dijo—. Yo no tenía derecho a suspender a alguien sólo por ser sincero. Tendría que haberle examinado. No os preocupéis; ya he tachado el cero.


Los profesores se fiaban de los alumnos siempre
,

y no exigían ulteriores elementos de prueba —tarjetas firmadas por los padres, etc.—. La palabra de cualquier chaval valía tanto como un documento notarial.

Sobre este particular, aprovecho la ocasión para hacer una confesión pública:

Un día, al salir de clase —el aula ya estaba vacía—, di sin querer un linternazo a la mesa del profesor y derramé un inmenso tintero. La mesa, el suelo y un par de carpetas quedaron empapados de tinta azul. Yo me quedé de piedra; miré en todas las direcciones y, al comprobar que no me había visto nadie, salí corriendo.

Al día siguiente no quedaban restos visibles del siniestro, pero don José Luis González-Simancas —creo que fue él— nos preguntó:

—¿Alguno de vosotros tiró ayer, por descuido, el tintero que había sobre esta mesa?… No hace falta que contestéis ahora, pero, por favor, el que haya sido me lo dice después.

Lo reconozco: no fui capaz de confesar mi delito a pesar de que todos los indicios apuntaban hacia mí. Incluso hubo un profesor que me lo preguntó directamente. Lo negué con vehemencia, colorado como un tomate, y ahí quedó todo; pero el remordimiento me acompañó durante semanas, quizá meses, hasta que me confesé con don Jesús. Me escuchó como siempre con mucho cariño, y como vi que no le daba demasiada importancia a la historia, le pregunté:

¿Tengo que decírselo ahora a don José Luis?

Me miró muy serio.

—Me parece que te costaría demasiado. De todas formas, si se lo cuentas no te pasará nada. A ver si eres valiente… Y si no te atreves, no te preocupes. Lo importante es que la próxima vez seas sincero.

Salí del cuarto de don Jesús dispuesto a hablar; pero no me atreví..., hasta hoy.

—Lo siento, José Luis: el del tintero fui yo.



continuará

4 comentarios:

Myriam dijo...

D. Enrique:

Yo también recuerdo mi cole con muchisimo cariño, gracias por compartir sus recuerdo.

c3po dijo...

¿Porqué no nos cuenta lo del profesor croaco? Dicen que no se le notaba nada...

Luis y Mª Jesús dijo...

de niño tiraba todos los días la merienda y muchas veces mentía diciendo que ya la había comido. En mi primera confesión, -por los 7 años- pensé que me iba a condenar por no saber el número de mentiras y ademas no tenía proposito de la enmienda (me daban arcadas solo el olor). Sufrí realmente muchisimo, se lo intenté explicar al sacerdote casi entre sollozos, él solo me pregunto por lo que merendaba y luego me dijo "que asco... yo tambien lo tiraría siempre", y me explico como tenía que "mentir". No solo me puso en Paz, sino que me desbloqueo. Los curas es que tienen que saber latín

Anacleto dijo...

Yo también estudié en Gaztelueta, aunque algunos años más tarde. Pero la sinceridad seguía siendo una nota común.
Un día un amigo me quitó mis bolis y los puse en la mesa del profesor. Cuando me di cuenta los cogí y los dos nos fuimos a Misa, mientras la mayoría se quedaban en clase en un rato de estudio.
Cuando estábamos fuera, el profesor preguntó quién se había llevado los bolis. Los demás de clase no tenían ni idea de qué había pasado, pero como nadie contestaba y no se hacía honor a la proverbial sinceridad de los alumnos, les castigó sin descanso.
Mientras tanto, los dos únicos que sabíamos de que iba aquello estábamos tranquilamente fuera...