sábado, 12 de julio de 2008

Recuerdos demasiado personales de Gaztelueta (y V)




MI ENCUENTRO CON UN ÁRBOL

Fue el 23 de marzo de 1953 y teníamos examen de matemáticas. Don Isidoro, que era el profesor, nos había advertido que nadie faltase a clase, porque era un examen muy importante. A mí, la verdad, no se me daban muy bien los números y me hubiese gustado tener una buena excusa para evitar la prueba… En eso pensaba yo, y en la suerte que tenía mi hermano Manolo, que estaba en la cama con anginas, cuando me subí a la filobusa en Neguri.

Esto es casi lo único que recuerdo de aquella tarde. El resto…, me lo han contado tantas veces y desde tantos puntos de vista que puedo describirlo como si, de verdad, hubiese estado allí y no en la luna.

La filo era un autobús entrañable y destartalado lleno de remiendos mecánicos y de achaques sin solución. Cuando subía la cuesta de Gaztelueta, daba la impresión de que cada curva sería la última de su vida, y emitía unos extraños sonidos metálicos que no presagiaban nada bueno. Su velocidad punta —cuesta abajo, por supuesto— sería de unos 40 kilómetros por hora. Joshe Mari, el intrépido piloto, la conducía con mimo y cautela, y casi nos convencía a los chavales cuando afirmaba que llevaba un motor de avión, y que tenía que esforzarse para contenerla y no despegara del suelo.

El caso es que aquel 23 de marzo, llegamos como siempre a la vieja estación de Las Arenas, donde estaba la última parada antes de pasar a Romo e iniciar la subida hacia el Colegio. Cuando el vehículo se puso en marcha, una vez que hubieron subido los últimos pasajeros, yo me lancé como una masa veloz e incontenible hacia la única ventanilla que podía abrirse del todo: la de la puerta de atrás, correspondiente al asiento destinado al profesor que nos acompañaba. Dicen que asomé medio cuerpo ante el estupor de don Vicente Garín, que no tuvo tiempo de frenarme. Dicen las malas lenguas que yo sólo pretendía hacer un gesto no muy correcto con ambos brazos a un chaval que había perdido el autobús y venía corriendo detrás.

Mi cabeza rebotó en el tronco de un árbol y sonó a hueco, supongo. Don Vicente se llenó de sangre y algún chaval también… Evitemos los detalles.

Me desperté en la casa de socorro de Las Arenas. A mi lado había un señor de bigote, que pensé debería conocer. Pero mi memoria estaba en blanco: no sabía ni mi propio nombre. Me entró el pánico y cerré los ojos para que no me hicieran preguntas. Mi padre nunca supo que no fui capaz de reconocerlo.

* * *

Estos tres oportunos asteriscos son un recurso tipográfico para saltarme lo que sucedió durante las horas que siguieron. Lo importante es que, según cuentan, este improvisado cronista debería haberse muerto aquel día, o, por lo menos, haber quedado hecho un cromo. Pero todo terminó de la mejor manera posible.

La historia, por otra parte, no habría tenido mayor trascendencia, si hubiese ocurrido en el autobús de otro colegio. Pero Gaztelueta estaba recién nacido y llamaba demasiado la atención. Tantas novedades juntas y aquellos profesores tan descaradamente jóvenes y elegantes eran la comidilla general, y no siempre se les miraba con simpatía. Lo mismo ocurría con la labor apostólica del Opus Dei, que estaba comenzando en Neguri, Las Arenas y Algorta. De ahí que mi encontronazo con el famoso árbol tuviese una repercusión desmesurada. Hay quien dice que, si llego a morirme aquel día, tal vez se habría puesto en peligro la misma existencia del Colegio.

Durante mi estancia en la Clínica del Doctor San Sebastián, toda mi familia quedó conmovida por las atenciones de los profesores de Gaztelueta: don Jesús pasó conmigo las primeras veinticuatro horas. Nada más llegar, diciéndome jaculatorias al oído —que aún recuerdo a pesar de que estaba inconsciente—; luego consolando a mi padre con sus palabras de aliento…, y con una botella de coñac que traía para la ocasión en el inmenso bolsillo de su sotana. Por la noche mi padre durmió en una cama contigua, y don Jesús en el suelo de otra habitación.

Don Wlado apareció enseguida con un aparato de radio inmenso y potente —el último grito—, capaz de sintonizar las emisoras más lejanas. Luego, uno a uno, fueron viniendo los demás profesores y algunos compañeros de clase. A partir de entonces ya nadie tuvo necesidad de explicarnos, ni a mí ni a mis padres, que el Opus Dei es una gran familia, y Gaztelueta también.

Cuando apareció Isidoro por la clínica se me ocurrió preguntarle completamente en serio si lo que me había ocurrido era tan importante como para saltarme el examen de matemáticas.

No sabía yo entonces que una de las primeras personas en enterarse del accidente fue San Josemaría, al que telefoneó inmediatamente el director del Colegio. Pero esa historia merece un nuevo y último apartado.

MOLINOVIEJO, SEPTIEMBRE DE 1960

Molinoviejo es una casa de retiros de la provincia de Segovia, entonces muy pequeña, que ha ido creciendo con los años en medio de un paisaje espléndido de pinos, abetos y álamos, al pie de la ladera Norte de la Sierra de Guadarrama.

Allí estaba yo, recién terminado el segundo curso de Derecho, pasando unos días de Convivencia con otros veintitantos chavales de toda España y Portugal, que habíamos pedido la admisión en el Opus Dei poco antes, y aprovechábamos las vacaciones de verano para recibir una formación doctrinal específica y para conocer mejor la espiritualidad de la Obra.

Lo cierto es que nos lo pasábamos en grande haciendo deporte, bañándonos en la piscina y conociendo Castilla la Vieja, cuando recibimos la insólita noticia de que venía a estar con nosotros unas horas el Padre, el Fundador del Opus Dei.

Llegó San Josemaría una tarde a las cinco en punto…

Aquí necesitaría dos docenas más de asteriscos para eludir el relato de aquellas horas inolvidables que pasamos junto a un santo. Pero yo sólo quería contar una anécdota para poner el punto final a estos recuerdos.

Había terminado la tertulia en el jardín. Los veintitantos chavales nos esforzábamos por reconstruir en un papel lo que nos había contado. Mientras tanto, nuestro Padre, acompañado por don Álvaro del Portillo y por don Manuel Sancristoval, paseaba por el campo de fútbol de la finca.

Alguien se acercó a nosotros y se dirigió a mí:

—El Padre quiere verte.

—¿A mí?

—Sí, anda, vete corriendo, que te espera.

Corriendo no fui, porque en aquella época yo era bastante tímido y me temblaban hasta las orejas; pero, en pocos segundos estuve a su lado.

San Josemaría me preguntó si yo era Peque, que es todavía mi nombre más verdadero. Me dio un abrazo, y me contó con pelos y señales cómo se enteró del accidente en el autobús de Gaztelueta y cómo rezó desde el primer momento.

—Pedí al Señor tres favores —me dijo—: que te curaras pronto, que te curaras del todo y que, con el tiempo, recibieras la vocación al Opus Dei.

Por último me prometió un pequeño regalo por ser la vocación más antigua de Gaztelueta: una pequeña cruz de palo, de madera negra sacada del viejo artesonado de la ermita de Molinoviejo, igual a las que entregaba a los primeros de cada país. Me hizo notar que Gaztelueta es la primera obra corporativa de enseñanza que tuvo el Opus Dei en el mundo, y que Dios me pediría cuenta por haber estudiado allí. Yo estaba tan emocionado y tan avergonzado que no sabía cómo responder.

—Escríbeme a Roma y te mandaré la cruz. ¿Te acordarás?

—¡Claro!

Me temo que no fui capaz de decir ni una palabra más.

5 comentarios:

c3po dijo...

Yo tambien he tenido un encuentro de esos, pero con una piscina. Sólo recuerdo que a Antonio Merlos (jo, qué tío) le pregunté dos veces seguidas por su examen de Político y que me pasé casi dos meses en la piltra.

Nunca he dormido tanto en mi vida...

A diferencia de otros, yo no salí más espabilado del trance. Eso sí, puedo llorar a moco tendido. ;-)

Benita Pérez-Pardo dijo...

¡Qué árbol es?. Un elemento con semejante trascendencia histórica se merece una placa, una foto, un aportada, todo un post, una poesía... en calidad de "conditio sine qua non"
Saludos

Enrique Monasterio dijo...

El árbol falleció a consecuencia del golpe. Descanse en paz.

Anónimo dijo...

Vaya cabeza!!! Voy a empezar a llamar Peque a todos mis hijos a ver si se hacen tan altos como Ud.
Saludos desde La Toja.

Benita Pérez-Pardo dijo...

ja,ja,ja... Murió por un a buena causa...