Estamos donde estábamos. Este artículo tiene más de veinte años, pero sigue siendo de "palpitante actualidad"
Era verano. Hacía mucho calor, y yo salía de unos grandes y refrigerados almacenes. De pronto, sin previo aviso, una voz me gritó al oído:
—Padre, ¿qué opina usted de la eutanasia?
Un centímetro al sur de mi nariz brotó un micrófono redondo y amarillo como un helado de limón. No le di un lametazo porque también había una cámara de televisión.
—¿Tienes un vaso de agua?, respondí al fin.
—¿Cómo?
—…¿y una mesa?
El intrépido reportero parecía perplejo.
—Es que —continué—, para hablar de la eutanasia, necesito todo eso y al menos media hora. ¿Lo tenemos?
—Ya. ¿Y en dos palabras, no podría…?
—No. En dos palabras, lo más seguro es que sólo diga dos tonterías.
Es cierto; no estuve demasiado fino. Sírvame de descargo lo mucho que afectan a mis meninges los calores de Madrid. Pero, pensándolo bien, ¿qué otra cosa habría podido responder?
Yo creo entender a los informadores de todos los medios (¿cómo no, si, en el fondo, estoy en el oficio?), y me hago cargo de que, en esta profesión, la brevedad lo es todo. Pero a veces exageramos.
Un famoso periodista entrevistaba a un insigne oncólogo:
—En un minuto, doctor…, ya sabe que en la radio el tiempo es sagrado: ¿qué avances se han producido en la investigación sobre el cáncer en estos últimos años?
Ignoro la cara que puso el interpelado. Pero le sobraron 58 segundos:
—Algo hemos hecho…, contestó.
El problema no radica en que tengamos prisa, sino en que hemos perdido capacidad de atención. Dicen los psicólogos que el personal no aguanta más de diez minutos a la escucha sin desfallecer, y que, en letra impresa, pasarse de medio folio es perder un 80% de lectores. (Si la teoría es cierta, únicamente mi madre y mi sobrino Jon han llegado hasta esta línea).
Claro que no todo es negativo: Así, por ejemplo, aumenta nuestra resistencia frente a la televisión. Un ama de casa europea aguanta sin pestañear entre treinta y cuarenta spots de detergentes biodegradables, con tal de que se los sirvan antes del programa adecuado.
En cualquier caso, se diría que vamos hacia una cultura en comprimidos, hecha de titulares, de slogans y frases brillantes. Y es que parece imperar la tesis de que una afirmación es tanto más verdadera cuanto más breve. Todo lo que supere el medio folio es falso o, al menos, merecería serlo.
Resulta dramático comprobar hasta qué punto ha calado esta idea. Dar muchas explicaciones equivale a no tener razón. Lo simple suele identificarse, sin más, con lo verdadero. Naturalmente las consecuencias son dramáticas, porque existen verdades muy importantes para la vida del hombre que no es posible exponer en dos palabras.
Ignoro si la prensa es causa o víctima de tan singular epidemia. Pero la mayor parte de las falsedades que cuentan los medios de comunicación tienen su origen en esta necesidad de abreviar. Veamos un ejemplo:
El Papa elabora un documento de 200 páginas (*) fruto del trabajo de docenas de expertos que han dedicado años al asunto. Se redacta en quince idiomas tratando de matizar hasta el último adjetivo. Se traduce al latín, que, por ser una lengua muerta, es el congelador donde las palabras conservan el mismo significado por los siglos de los siglos. Por último, un docto eclesiástico lo presenta a los medios.
A partir de ese instante el texto empieza a ser desintegrado por las agencias, emisoras y periódicos. En pocas horas queda reducido a diez líneas y a un titular, que, en el mejor de los casos, será pobre e inexacto, y en el peor, completamente falso e incluso sesgado.
Esa frase-resumen se convierte, sin remedio, en punto de referencia único y obligado de cientos de diarios, de debates televisivos, de comentarios radiofónicos, etc. Ya casi nadie se referirá al documento original, que muy pocos habrán leído. Pero las seis u ocho palabras, que presuntamente lo sintetizan, irán de columnista en columnista y de tertulia en tertulia. Habrá incluso quien se atreva a pontificar sobre todo el Magisterio de la Iglesia con el único apoyo de un titular estúpido.
—Chica, a mi este Papa me parece la mar de conservador. ¿Has visto lo que dice sobre las mujeres?
—No. ¿Qué dice?
—Ay, hija, ya ni me acuerdo. Lo he oído en algún sitio. Pero es que la Iglesia está superpasada, ¿no crees?
El diálogo me trajo a la cabeza un viejo chiste de mi tierra; la historia de un aldeano taciturno que vuelve de Misa más tarde de lo habitual. El párroco ha pronunciado un sermón de dos horas.
—¿Y de que ha hablado?, le preguntan en el bar.
—Del pecado.
—¿En dos horas? ¿Y qué ha dicho pues?
—Que no es partidario.
Magnífico titular.
(*) Acababa de promulgarse la Carta Apostólica "Mulieris dignitatem", uno de los grandes documentos del pontificado de Juan Pablo II.