Los valores éticos se parecen a los bursátiles en que su cotización sube o baja en el mercado, sin que se sepa muy bien por qué.
Es evidente que la sinceridad se cotiza al alza en los últimos tiempos: es un valor sólido y rentable; lo cual no significa que ahora seamos más sinceros, sino sólo que nos gusta presumir de serlo, aun mintiendo.
Pero hay otras virtudes que también se cotizan espléndidamente: la tolerancia, sobre la cual hemos oído montones de manifiestos y sesudas conferencias; la autenticidad, virtud un tanto confusa, que mi ignorancia no sabría definir con precisión; la solidaridad, que es como una caridad devaluada y laica muy útil para mítines y manifiestos políticos, etc.
Insisto en que el evidente prestigio de estos valores no garantiza que seamos más solidarios, tolerantes o auténticos. Al contrario, me temo que el egoísmo sigue extendiéndose como una de las epidemias más significativas del siglo; que el cerrilismo intolerante campa sin freno en muchos ámbitos de la vida, como en la política o el deporte, y que bastantes de los que presumen de auténticos, resultan más falsos que un peluquín amarillo. De cada una de estas virtudes valdría la pena hablar más despacio.

Hubo un tiempo en que la valentía se cotizaba estupendamente. Los años en que todos fuimos Gary Cooper, siempre solos ante el peligro, mientras ellas eran Kim Novac a punto de ser rescatadas de los sioux. Luego —quién sabe si la culpa fue del cinemascope— un vuelco en la bolsa hizo subir como la espuma a la cobardía. Los intelectuales empezaron a presumir de sus canguelos y de su mezquindad. Y de John Wayne pasamos, directamente y sin anestesia, a Woody Allen. El hecho es que el siglo veinte se nos volvió cobarde, insumiso y espantadizo. Tal vez en la segunda mitad del siglo veintiuno las cosas cambien.
Lo mismo ocurre con la fidelidad. Ni que decir tiene que en todas las épocas ha habido mayordomos desleales, maridos en fuga y judas a sueldo; pero nadie osaba justificar intelectualmente la traición. La palabra dada era, al menos en teoría, sagrada. Desde los gansters de Chicago hasta las venerables familias de la mafia palermitana, todas las gentes-bien de Occidente apelaban a la lealtad como fundamento de lo bueno y de lo malo.
Pues bien, también esta virtud se fue devaluando con la crisis, y empezaron a surgir valores nuevos, que en poco tiempo entraron triunfales por la puerta grande de los salones más ilustrados. La ya prestigiosa autenticidad (¡oh, camaleóntica y sutil palabreja!) sirvió para justificar cualquier cambio de chaqueta, de camisa o de ropa interior.
—Pepe, al fin me siento realizada. Es doloroso, pero debo ser auténtica… Lo nuestro ha terminado, sentenció Vanessa.
Sus amigos no se lo recriminaron. Comprendieron sin dificultad que para realizarse como mujer y para encontrarse a sí misma era mucho más confortable el Ferrari testarossa de Víctor José.
Que nadie se entristezca. Igual que he dicho antes que las virtudes, no por más cotizadas se viven mejor, del mismo modo la caída en la bolsa de un valor moral no basta para desprestigiarla por completo. Aún sigue habiendo personas fieles que saben dar la vida por sus amigos. Y todavía se alaba la alta fidelidad de la FM y de los discos compactos, y también a la de esos perrillos que permanecen ante la tumba de sus amos y, a veces, mueren con ellos.
Ya lo dice el diccionario de la Real Academia en su última edición. Lealtad: 2. Amor o gratitud que muestran al hombre algunos animales domésticos, como el perro y el caballo.
—Le veo pesimista. Y tampoco están las cosas tan mal… Fíjese, ahora se está poniendo de moda hasta la castidad. ¡Incluso en América…!, me asegura doña Eulalia con un esperanzado suspiro.
—No, si yo pesimista no soy. Pero es un triste síntoma que dependamos tanto de la moda e incluso que tengamos que cambiar nuestro vocabulario cada diez años para no ofender a determinados oídos.
Hace tiempo me invitaron a dar una charla a universitarios. Les dije que hablaría de fraternidad.
—Si no le importa —me respondieron— pondremos

compañerismo. Eso de “la fraternidad” vende poco: suena a cura.
Hablé de fraternidad y de la revolución francesa, a pesar de los pesares.
Con Rafa me ocurrió algo semejante. Me esperaba en mi despacho, y se entretenía mirando los libros de la estantería.
—La virtud de la Pureza —leyó en el momento en que yo entraba—. ¿A qué se refiere este libro…? A la contaminación y esas cosas, ¿no? ¡Cómo se nota que es usted ecologista!
Se lo presté. Todavía no me lo ha devuelto.