La Vigilia

Los acontecimientos más importantes de la historia de la humanidad casi siempre pasan inadvertidos a sus contemporáneos. Además siempre suceden "en otro sitio", muy lejos.

Cuando Felipe comunicó a Natanael que el Mesías era un vecino de Nazaret, el pueblo de al lado, su amigo pensó que era una broma:

―¿De Nazaret? ¡No, hombre, no; estas cosas nunca ocurren tan cerca!

Eso pensaba yo esta mañana mientras paseaba por la calle García de Paredes, de Madrid, un barrio como cualquier otro, en el que resulta imposible aparcar, con tiendas que se cierran por culpa de la crisis y bares abiertos con poca clientela.

Aquí estuvo Josemaría Escrivá el 1 de octubre de 1928. Vino con otros cinco sacerdotes  para hacer unos días de retiro espiritual en la residencia de los Padres Paúles. Tenía 26 años y no sabía que era la víspera del día más importante de su vida y de la vida de millones de personas del mundo entero, que todo estaba ya dispuesto en el Cielo.

También Josemaría había preparado su corazón para ese día. Llevaba muchos años en vigilia permanente, a la espera de una voz de lo Alto, que no acababa de llegar. Sabía que Dios estaba a las puertas y se esforzaba por estar pendiente de sus labios: con el oído atento, la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones, como él mismo predicó en 1975.

Un retiro espiritual es la mejor forma de hacer silencio en el alma para dejar espacio a Dios. Aquella noche Josemaría se durmió con una jaculatoria en los labios: Domina, ut sit!, ¡Señora que sea!, que se haga realidad ese sueño divino. Los Ángeles custodios velaron su sueño; la Reina de los Ángeles estaba muy cerca.

Al día siguiente, Josemaría debería decir libremente que sí. ¡De ese sí dependían tantos sueños, tantas vidas!

De que tú y yo nos portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes. (Camino 755)